miércoles, 5 de septiembre de 2007

Panes y peces

Si durante mucho tiempo se observan los reflejos del sol en la superficie del agua, los iris de los ojos se cierran hasta un punto en el que el mundo se solariza: la gama tonal y cromática de todas las cosas se reduce a negros plenos y estallidos blancos. Si uno mueve la cabeza las manchas luminosas dejan estelas blandas que persisten al cerrar los ojos, gusanos fluorescentes contra un telón de sangre.
Pasado el mediodía me llamaron a almorzar. Había estado al menos dos horas acuclillado, vacío de pensamientos, y ya había superado hasta el entumecimiento de las pantorrillas mal irrigadas por la posición. Más aletargado que al dormir, sólo percibía mi ceguera solar y el sordo runrún de la sangre en los oídos. Quién sabe cuantas veces me habían gritado que fuera a la mesa. Con una serie de movimientos torpes, descoordinados, me paré e intenté ver a mi alrededor.
Algo había cambiado en el sutil equilibrio dado entre los habitantes de las casillas: como garañones en primavera, todos tenían una excitación química que se respiraba en el aire, un influjo nervioso imposible de soslayar. Las mujeres iban y venían taconeando ruidosamente, chancleteando, pisando los vencidos contrafuertes de sus zapatones negros, llevando vajilla y fuentes con comida; los niños se acurrucaban con miedo fuera de su camino como perros mestizos y hasta casi no se oían las radios cumbiamberas de los vecinos que no eran religiosos, lleno el espacio sonoro por las agudas y nasales interjecciones de ansiedad mal disimulada. Al asomarme a la cocina-comedor -cuando me acostumbré a la diferencia de iluminación- descubrí la causa de revuelo: el representante de Cristo en la tierra, el portador de la palabra de Jehová, el guía espiritual del grupo de desposeídos pentecostales de villa Tranquila, el Pastor Talavera, se encontraba sentado en la cabecera de la mesa, con la actitud de un rey que acepta la pleitesía y las dádivas de sus súdbitos con la gravedad del que se subordina a su rol (aunque se trate de la cabeza de la jerarquía) tanto como el último plebeyo del reino.
En la comunidad pentecostal los adultos comían primero. En las rondas de mate con sus amigos mi madre dejaba para el final de su crítica este hecho que a su ver era uno de los más atroces. Talavera había determinado el escalafón de comensales con un criterio curioso: los niños debían comer lo que sobraba del almuerzo de los adultos porque su formación religiosa recién comenzaba, lo que los hacía más imperfectos que un adulto evangelizado. Por otra parte no aportaban nada a la comunidad, que se nutría de los diezmos. Las primicias eran para el pastor, que por sostener con su poder espiritual a toda la parroquia, debía ser retribuido con su manutención; los niños eran como las flores del campo o los pajarillos, de manera que se les aplicaba la máxima "Dios proveerá".
Cuando entré a la habitación, Talavera ya había dado cuenta del primer plato del almuerzo, un bodrio a medio camino entre el guiso y el puchero. Era extremadamente flaco y bastante alto, lleno de ángulos y salientes como una bolsa llena de leña. Su abundante cabellera hacía un jopo hacia atrás, fijada por su propia grasitud, desparramada parejamente con cuatro golpes de peine fino húmedo. Era evidente que todo lo que tenía puesto, camisa, pantalones y zapatos, había sido provisto, lavado y planchado por las hermanas, aunque no sabía de dónde me venía esa certeza. Si se fijó en mi entrada, no me lo hizo saber con ningún gesto. Parecía muy interesado en la llegada del segundo plato del guisote, echando miradas de soslayo cada pocos segundos al extremo del cuarto donde estaba la cocina; al poco tiempo pareció darse cuenta de lo evidente de su gula y, para disimular, observó a su alrededor, buscando algo que lo inspirara para improvisar un sermón informal. A su lado, en la punta de un banco largo, se había deslizado poco antes, inadvertidamente, mi primo Carlito. Tenía este chico de diez años una forma de moverse que combinaba el arrastrarse de un cuadrúpedo carroñero con la gracia de una serpiente, estática y a la vez en movimiento. Solía entrar a las habitaciones lenta y silenciosamente, como quien no quiere molestar, y sentarse en un rincón donde su piel oscura (era el único de la familia en que el calificativo de “negro” se refería al real color de la piel; salvo él, de color achocolatado, los demás parientes, con las variaciones tonales esperables, éramos criollos típicos, ni blancos ni tintos) lo mimetizara entre las sombras para quedarse escuchando las conversaciones hechas de murmullos de los adultos, con el grueso labio inferior colgando como un percebe violáceo y la cabeza gacha, los ojos casi en blanco, sin un solo destello que delatara a través de las pestañas entornadas que había actividad cerebral a tan sólo dos centímetros más adentro de su cráneo. En el paneo que Talavera venía haciendo en busca de la página del Libro Universal que él traduciría en Palabra, los hinchados cachetes de mi primo quedaron en primer plano.
-Tu madre -dijo con un acento que hacía más ostensible el parecido que tienen los paraguayos con los mexicanos en la forma de hablar- me dijo esta mañana que amanecistes con dolor de diente. Y eso seguro que te pasa porque ayer (pronunciaba casi “acher”) dijistes mala palabra. Jehová hincó su rayo (“racho”) por tu muela para que escarmiente en el dolor y ya no maldiciendo más, alejándote del Mundo que te enseña nada más que grosería y degeneración, seas salvo. Gloria a Dios. Y ahora no va a comer y va a reflesionar ayunando en tu pecado hasta que se le vaya el dolor y se cure tu diente por milagro de nuestro Señor Jesús. Vaya nomá.
Carlito se fue al patio rápidamente. Me pareció hasta algo aliviado por la penitencia del ayuno; de todas maneras el flemón que le deformaba la cara no iba a dejarlo comer demasiado. El pastor Talavera entretanto giraba la cabeza en dirección al plato de comida que se acercaba traído por la tía Peti, al que habían adicionado la porción de Carlito. Su enorme y movediza nuez de Adán, más deforme todavía por el escorzo al que se veía forzado su cuello, subía y bajaba anticipándose a la segunda parte del almuerzo, alborozada, como relamiéndose por la hábil estratagema mística de Talavera, que había aumentado la porción del guiso tal y como aquella vez, la de los panes y los peces.

jueves, 16 de agosto de 2007

No toda es vigilia

Como niños en la mañana del día Reyes que, despertándose al amanecer a causa de la excitación por los regalos, deambulan haciendo ruido por toda la casa, y terminan metiéndose en la cama de sus padres para obligarlos a levantarse, mis sentidos se adelantaron a mi despertar, poblando los sueños de madrugada con material recogido en el entorno de mi cama, improvisada en el suelo del cuarto de mis primos: los ruidos de vajilla, olores indefinidos y la sinestésica mezcla de calor y color rojo que produce la luz solar al incidir en los párpados, crearon un gradiente del sueño a la vigilia que concluyó cuando aparté las cobijas y tambaleé hasta el otro cuarto, donde el resto de la familia desayunaba.
Había como diez personas alrededor de la rústica mesa hecha de tablones y caballetes. Sin lavarme ni arreglarme (había dormido vestido) me escurrí levemente, ubicándome en una esquina de la mesa; casi sin mirarme mi tía Peti me repartió una taza de mate cocido y una ajada factura de crema pastelera que mis primos más pequeños habían mendigado la tarde anterior en una panadería de Barracas, con el cuento de que eran internados en un Cotolengo. Dos "hermanas" con sus hijos desayunaban junto a mi parentela; las mujeres mostraban un aire en común con mi tía, un estilo en el cuerpo y la ropa que me hacía confundirlas cuando las observaba tangencialmente, al sorber de la taza. Los mismos rodetes canosos, los mismos cuerpos rechonchos engordados a harinas y frituras, las mismas ropas extraídas al azar de paquetes de donaciones. Entre los acólitos no había casi actividades que se ciñeran únicamente al grupo familiar; los actos más importantes, como las comidas o los baños (con agua calentada en la cocina, en enormes cacerolas) se realizaban colectivamente, entre las tres o cuatro familias que ocupaban ese sector de la villa. Mi primo Carlito se quejaba de dolor de muelas lloriqueando sin dejar de comer un vigilante; mi tía Peti preparó un poco de salmuera con agua de la pava y lo mandó a hacerse buches afuera. El resto de los niños tomamos eso como una señal de que el desayuno había terminado y murmurando "Gloriadios" salimos en tropel al patio.
Miguel Angel, el primo gemelo, no estaba por ningún lado. No había querido preguntar por él en la mesa, y ahora, al sol cálido de las diez, en este invierno que engañaba con querer terminar, tampoco tenía ganas de salir a buscarlo. Una zona oscura que se envalentonaba en las afueras de mi conciencia quería entrar de sopetón, pero a la vez un miedo sordo, autónomo, se apañaba para mantenerla a raya. Sabía que la noche anterior habían pasado ciertas cosas, que el detalle de los hechos presionaba desde esa oscuridad tangencial para cruzar a la zona de las culpas y provocar terribles lamentaciones en el niño que todavía era, pero la fuerza del día, el brillo verde casi plástico de las espadas de San Antonio que bordeaban la laguna, la vida que se manifestaba hasta en las parábolas líquidas que dibujaba Carlito en un ángulo del patio cada vez que escupía los buches, me ayudaban a mantenerme en un estado de inmediatez absoluta, la mente ocupada entera en las manifestaciones de la realidad material que me rodeaba. Más allá, en las gelatinosa superficie de la laguna podrida, brillantes manchas que reflejaban la luz como diamantes diluyéndose atraían mi mirada en forma hipnótica; me deslizaba sin moverme por un túnel construido sobre la dirección de la mirada: todo mi ser se acercaba sobre mi atención capturada hacia los brillos del agua, como si la vista consistiera en un rayo que emitían los ojos; como si el estupor en el que me sumergía cada vez que me rozaba lo absoluto me devolviera a un estado de existencia mineral, del que sospechaba que más tarde o más temprano ya no querría ni podría desprenderme.

domingo, 8 de julio de 2007

Anguilas para un boliviano

Che, Miguel, yo no tengo plata.
¿Y para qué querés plata?
¿No vamos a las casitas de Maciel?
Claro, boludo Risas agudas, exageradas, agarrándose el estómago ¿Y para qué pensás que vamos a las casitas? ¿A gastar plata? Al contrario; vamos a volver con algo de filo. Te vas a poder comprar caramelos. Más risas y visajes de ojos.
Estábamos sentados en el borde de una vieja estructura de chapa en el techo de una construcción abandonada, una caja de ladrillo con entrada para autos, originalmente cerrada con una cortina metálica, llena ahora de escombros y basuras. El adefesio de metal oxidado en el que estábamos sentados había sido un cartel o una torre; desde la altura en la que estábamos podíamos entrever los patios de las casas de alrededor: entre basuras, escombros y muebles rotos, brillaban en la oscuridad, con un eco plateado, los dorsos de las hojas de los cardos, como espejos velados.
Miguel Ángel se arqueó y sacó algo del costado del cuerpo. Me mostró el revólver; era pavonado, tristemente pequeño, y había perdido una de las cachas de plástico color marfil.
Te apuesto que si me pongo ahí nomás, allá abajo, vos me vaciás la ruleta y no me pegás un solo tiro. La bala del 22 es como una anguila, va haciendo eses.
¿Y qué vamos a hacer con el chumbo? Dije, haciéndome el entendido.
Las casitas están por allá, a dos cuadras; por esta esquina tienen que pasar todos los paganinis que van a ponerla. Nosotros les tiramos desde acá arriba y después los afanamos.
¿Y si matamos a alguno?
Ya maté a unos cuantos, gil; quién te creés que soy.
Miguel Ángel se veía más nervioso de lo que denotaban sus susurros; sentía cómo la brisa fría del descampado arrastraba hasta mí el acre olor a chivo de mi primo gemelo. Yo hacía rato que estaba en un estado de despersonalización: desde hacía horas, observaba lo que me ocurría desde un lugar externo, desapasionado; estaba dentro de una película pero tenía tan poco control de los hechos como sobre una proyección cinematográfica. Carecía incluso de la voluntad necesaria para comenzar cualquier movimiento. Me dejaba llevar suavemente al abismo de obedecer las directivas que mi primo me hacía con los ojos, con leves movimientos de los hombros.
Un bulto venía balanceándose a una cuadra de distancia, envuelto en las hebras de la neblina nocturna. Miguel Ángel hizo un ademán silencioso y me deslicé abajo por la escalera herrumbrada. Corriendo agachado, como había visto en las series bélicas de la tele, llegué hasta un auto quemado abandonado en la esquina sin que el hombre me notara. Probablemente estuviera tan borracho que no notaba nada. La oscuridad casi total, manifestándose con mayor fuerza dentro de la caja húmeda y devastada del auto incendiado, resaltada por la luz de un sórdido farol halógeno a dos o tres cuadras, me daba un bienestar de láudano, cobijado dentro de este útero ruinoso como un feto mecánico que se negara a nacer en un mundo postapocalíptico.  En el mismo momento en que el boliviano pasó tambaleándose frente a mi escondite sonaron los disparos: grotescos chasquidos de vodevil, tan fuera de lugar en la noche silenciosa y tan torpes como la caída eterna y el quejido ahogado del hombre, al que me acerqué y comencé a revisarle los bolsillos.

martes, 3 de julio de 2007

El Cruce (lo que se dice "off topic")



La gente de la editorial independiente Carne Argentina tuvo la amabilidad de invitarme a leer un par de capítulos de El cultito en las coordenadas espaciotemporales que explaya el anuncio de arriba. Allí estaremos El cultito y yo. Quedan cordialmente invitados todos los demás. 

domingo, 24 de junio de 2007

La baba del Diablo

La Isla Maciel no es en realidad una isla, se trata de una península pantanosa que está rodeada por un meandro del Riachuelo llamado Vuelta de Badaracco. Del lado de provincia se puede acceder desde la estación Buenos Aires (como si los héroes de las novelas se bajaran allí, al final del viaje iniciático, de un tren oriundo de Europa, en una estación llena de vapor y mozos de cuerda), desde la Boca, en la ribera, por unas monedas, botes multicolores impulsados a remo por pintorescos patrones cruzan el Riachuelo aceitoso; al emerger a la ribera en las inmediaciones del puente Nicolás Avellaneda, comprendí que cruzaríamos a pie ese interminable pasaje onírico, retazo de autopista racionalista que se cierne sobre el Riachuelo negro, con sus escaleras mecánicas descompuestas desde siempre, sus graffitis; haríamos nocturna la interminable caminata aérea que ya había emprendido a la luz del día, gran trivializadora, en compañía de alguna tía. El hall, de noche, magnificaba sus proporciones de catedral militar para asemejarse a las imágenes turbias de mis lecturas fantásticas, contaminadas ya con ese barniz sucio y macabro que empezaba a imponerse a mi mirada, y que ya se perfilaba en el sesgo de las sombras de las escaleras, en la suciedad que era un continuo que abarcaba el puente, la calle, el cielo sin estrellas, en la corrupción que se olía en los rincones perdidos detrás de telarañas de oscuridad. Mi primo hermano parecía participar de mi ominosa catadura. Sin mediar palabras, se adelantaba dando zancadas de dos en dos escalones de madera, en las detenidas escaleras mecánicas, con determinación forzada hecha de gestos de baquía, de suficiencia villera, lo bastante para atraer, arrastrándome de un hilo, el sonámbulo devanar de una serie de hechos que ya no podría hilar en la madeja de mis días cotidianos.
Luego del ascenso a través de ingentes torres forradas con granito negro, accedimos al paso peatonal del puente, encerrado entre rejas de alambre tejido y en desnivel respecto de la calzada para autos, un metro más arriba, a la izquierda. Mi primo gemelo iba adelante con sus piernas largas y flacas. A mitad de camino nos detuvimos a mirar el Riachuelo, una cinta negra como la brea de la que estaba hecha, brillante como una calle mojada por la lluvia, surcada por uno de los últimos botes colectivos.
-¿Habrá pescados?- pregunté.
-¿Cómo éste?- respondió mi primo gemelo, agarrándose la entrepierna. –Si llega a haber alguno, debe estar hecho de barro, mierda y nafta.– Escupió hacia abajo de una forma rara, dejando caer una larga hilacha de baba con la boca como si estuviera tirando un beso. Cuando se cortó, el hilo de saliva flotó en el viento, un trazo de plata en la noche, ondulándose y bailando en forma fantántica, para finalmente romperse; su tensión superficial puesta en suspenso varios segundos recuperó de mala gana las obligaciones impuestas por la física, estallando en miles de gotitas de strass que, dibujando aún la forma de voluta del hilo de saliva de mi primo, cayeron lentamente contra el pizarrón del Riachuelo.
-La baba del Diablo- dijo Miguel Ángel, reanudando la marcha.

miércoles, 13 de junio de 2007

A la Isla Maciel

-Por acá, nabo!- indicó Miguel Ángel señalando un pasillo escondido entre dos casillas. Lo seguí chapoteando en el barro que formaban las aguas servidas al correr por el centro del angosto pasaje como el arroyo de las callejuelas medievales. El cielo gris caía sobre nosotros desde la estrecha franja que demarcaban los techos de las casillas: dentro de ellas se vislumbraban personas, cosas, sombras; entes húmedos, oscurecidos por el invierno, los hechos, la culpa. Íbamos a la isla Maciel con un plan que mi primo gemelo parecía tener muy claro pero que para mí estaba deliberadamente empañado: sabía que los elementos básicos y necesarios que implicaba nuestro futuro inmediato eran la cuadra de prostitutas de la isla, el barro, los clientes "casi todos bolivianos" y el revólver calibre 22 que Miguel Ángel escondía en su cintura. Íbamos uno tras otro casi sin hablar, hundiéndonos en el barro de esos pasillos, adentrándonos con cada paso en un estado simbólico en el que los caminitos que se bifurcaban, la oscuridad creciente y el barro cada vez más espeso eran menos detalles de nuestro recorrido que metáforas del viaje -estaba tentado de decir sin retorno- que, iniciado con mi abuela, me había llevado a esta escala obligatoria; atravesando una realidad construida con elementos casi oníricos, esta etapa del recorrido en la que me veía era, fuera de dudas -casi lo único que resistía las dudas- el trasbordo que me alejaría definitivamente de todo lo que me había mantenido hasta ahora en un estado que otro tipo de personas catalogarían como inocencia.
En medio del chapaleo, de las miradas furtivas al interior sórdido de las casillas, los elementos de aquello que íbamos a buscar -para mi primo gemelo algo, un sentimiento, que yo presentía como similar al deseo de aventuras; para mí, la certeza de algo que equivalía a mi muerte y resurrección asumidas con la increíble indiferencia de un fatalismo que me era ajeno- giraban alrededor de mis ojos creando imágenes que me causaban cierta gracia: me veía como un personaje de historieta golpeado, con pajaritos rodeándole la cabeza. A diferencia de éstos, mis pajaritos giraban en forma más abstracta, se trataba de conceptos más difíciles de visualizar, menos reales y a la vez más reales que cualquier pájaro: el sexo oscuro, el inconsciente, la muerte.

sábado, 19 de mayo de 2007

El encuentro en la laguna podrida

Saliendo de las casillas, hacia ninguna parte, de pronto me topé con una laguna pequeña, que del lado en el que estaba se encontraba llena de basuras, maderas podridas, perros muertos. El agua brillaba enfermiza (o muerta) entre las latas de aceite: la superficie se irisaba en tonalidades ajenas a la vida, pero vivas ellas mismas. Hacia el horizonte la laguna se transformaba en un totoral gris: por un momento creí que las ramas estaban hechas con tubos de cartón. Más atrás el paisaje terminaba en los fondos de una enorme fábrica de productos químicos; las aguas de la laguna probablemente fueran sus efluentes contaminados. El cielo exponía uno de esos atardeceres increíbles, de colores bellísimos, que están causados por alguna catástrofe volcánica en la otra punta del mundo; las dos mitades que hacían el relato que yo leía -sin saber que estaba leyendo- se sostenían una a la otra, la tierra gris y podrida y el cielo multicolor ¿habitado? por Dios; sin embargo, esa puesta en escena hecha de degradación y basura combinada con el espectáculo más sublime, la mierda con un cielo de Atalaya, estaba más relacionada con mi propio interior, con la fisura que se iba profundizando lentamente, sin que yo lo supiera, en mi más íntima porcelana; como si todo aquello que se iniciaba en aquel volcán que desplazaba todas las escalas durante un instante aterrador en el que la humanidad tomaba conciencia de su insignificante dimensión, dejando el recuerdo de la ruptura de las reglas -del carácter circunstancial de las reglas- escrito durante semanas en el cielo, en la forma de un atardecer extraordinario, no fuera más que la exteriorización de un proceso que ocurría dentro de la órbita de mi intimidad.
Con un sobresalto advertí que durante todo el tiempo en que me había quedado reflexionando acerca de lo que el paisaje tenía de signo de mí mismo alguien más había formado parte de él; parado sobre una pila de maderas rotas y podridas, recortado contra el cielo coloreado, mi primo gemelo Miguel Ángel sonreía a contraluz; todos sus dientes brillaban y su mirada expresaba alegría o ironía. Imprimía un balanceo al tablón veteado de gris sobre el que estaba parado; cada vez que bajaba, el tablón cacheteaba el agua aceitosa; cada vez que subía, su cabeza se rodeaba de la aureola multicolor, fabulosa pero menguante, del cielo vespertino.

martes, 1 de mayo de 2007

El cuarto de los primos

Entré al cuarto donde dormían mis primos. El piso de madera crujía con cada paso, como si las vigas que sostenían el machimbre hubieran desaparecido; pensé con cierto desasosiego en la oscura sima que bajo el oscilante piso se poblaba de alimañas imaginarias y basuras sin nombre. Si actuaba con brusquedad las tablas amenazaban con enviarme a conocer aquel tártaro. Lentamente me acerqué a una de las camas. Las cobijas, de color indefinido, transmitían a los ojos sensaciones reservadas al sentido del tacto: eran tan intensas las cualidades táctiles de ese lecho, lo húmedo y pegajoso, lo áspero y lo mórbido de esas sábanas, que se transmitían al espacio circundante, y atacaban por igual a todos los sentidos. El sentido del olfato había quedado sobresaturado desde que había llegado a la villa; si bien no todos los olores eran desagradables, había siempre en la mezcla que atacaba mi nariz notas discordantes que afectaban al conjunto. Un olor en particular, omnipresente, me había mantenido en ascuas varias horas hasta que pude identificar al menos el reino del que provenía, un olor animal que terminé atribuyendo a la grasa que emanaban las comidas y que se adhería a las cosas y las paredes, sumado a una agria pátina de leche podrida.

Entre el paisaje olfativo que construía el espacio comprendido entre las paredes de tablones del cuarto, una hebra se apoderó de mi voluntad y me fue arrastrando por el aire, como tantas veces había visto en la TV que les sucedía a los personajes animados, levitando sujetos de la nariz por el extremo convertido en etérea mano de una hebra de vapor surgida de las entrañas de una tarta o un pastel. Me encontré subido a la cama, sintiendo en las palmas de las manos la humedad que impregnaba las sábanas. En el centro de la cama destendida, una circular mancha brillante era el origen de la mano invisible que me había atraído magnéticamente. Acerqué involuntariamente -o con una voluntad recién estrenada, originada en otro distrito nuevo de mi psiquis- el rostro al charquito de tela. Era un olor a todo lo húmedo, animal y viscoso que conocía, con una nota ácida y enloquecedora. Me quedé olisqueando el olor repugnante, insoportable, irresistible.

Un salto me aferró por los cabellos de la nuca, arrancándome de mi éxtasis olfativo. Las cobijas apiladas a los pies de la cama se habían movido, y yo observé ya desde cerca de la puerta del cuarto cómo, semidormida, mi prima Silvina, de once años, se arrastraba hacia el piso, buscando sus zapatillas, vestida sólo con una remera de color indefinido. Agachada, buscando debajo de la cama,recibió la emanación de la mancha que había olido, una línea imaginaria que atravesaba el aire, reflejándose, chapoteando en una sinuosa baba de caracol que se desprendía morosamente por la cara interior de su muslo oscuro.

domingo, 22 de abril de 2007

Las feligresas

Al bajar del colectivo nos internamos por el costado de una vía de trocha más angosta que la del tren que pasaba cerca de casa, y luego doblamos por una serie de pasillos angostos que formaban una intrincada red donde no se perdían sólo los baqueanos. Poco tiempo después llegamos a nuestro primer destino, la casa de mi tía Peti. La menor de las tres hermanas, ella era la responsable para la familia -mi madre diría: la culpable- de que los abuelos, católicos de nacimiento, se hubieran convertido al Culto Pentecostal. Una seguidilla de inconvenientes se relacionaban de inmediato con la tía Peti; para empezar se había casado con un hombre llamado Cuchu que jamás había sido aprobado por los abuelos. Flaco, alto, morocho, de cabellos largos y bigotes que sobrepasaban las comisuras de la boca, ya desde el noviazgo clandestino -como todo noviazgo en sus comienzos- había generado malestar en la familia. Mi madre, su hermana mayor, se veía obligada a cubrir sus escapadas amorosas que acabaron explicitándose con el inevitable embarazo, tan poco deseado como el obligado casamiento inmediato. Mientras iban naciendo sus tres hijos, Miguel Ángel, la Silvana y el Carlitos, el hombre había perdido el trabajo en la imprenta Estrada por robar resmas, se había dado mal a la bebida y había comenzado a golpear a su mujer. Después de la separación propiciada por la abuela y el abuelo la tía Peti había vivido con ellos hasta que conoció el culto del pastor Talavera y se hizo devota de él con tanta intensidad -como la que había exhibido luchado por su Cuchu, que luego la había defraudado tanto, en forma tan definitiva- que se mudó enseguida a la villa Tranquila, donde vivía en un complejo de casillas habitado exclusivamente por "hermanos" del culto. Al tiempo, las visitas de mi abuela a lo de la tía la fueron acercando de a poco al culto; el pastor Talavera también era paraguayo y muchos de la congregación también. Entramos a un patio pequeño, irregular, separado a la derecha por una empalizada de maderas carcomidas por la intemperie -de un color gris veteado de negro- de un vasto terreno anegado, una especie de corrompida laguna; a la izquierda estaban las piezas, pequeñas, de techos bajos, en cuyo interior la oscuridad dejaba adivinar que la totalidad del cuarto era una hacinada mezcla de lecho y armario. Allí, en ese alveolo dentro de la populosa villa, vivían varias familias de "hermanos", y la tía Peti junto con sus hijos ocupaba un par de pequeños cuartos. Las "hermanas" de la tía y de la abuela salieron a recibirnos. El culto tenía ciertas reglas sobre las que la madre hablaba a los demás y de las que yo me enteraba escuchando las conversaciones de los grandes; gracias a la necesidad de interesar a sus interlocutores, que suspendían la ingestión de, por ejemplo, una bola de fraile o un cañoncito, para oír el relato de la lista de prohibiciones del culto, engrosado con ejemplos por la madre, a esa altura ya casi desorbitada por su propia fabulación. Entre las reglas del apartado vestimenta estaba la obligación para las mujeres de usar pollera, nada de escote y nada de cortarse el cabello en forma seductora, de manera que las "hermanas" vestían largas polleras de colores oscuros; zapatos puntiagudos, negros, de cuero correoso y manchado; largas cabelleras oscuras recogidas porque el cabello suelto era equiparable dentro de su religión a la desnudez, y la desnudez a la lujuria. Nos saludaron con un "afecto afectado", era notorio que actuaban una altivez y pureza de sentimientos tan pretendidamente elevada, construida a partir de un humus tan elemental como lo eran sus lecturas literales de la biblia -era una de las características que la madre describía a sus allegados en la rueda del mate dulce, la literalidad de sus lecturas bíblicas, la necedad de regirse por leyes de más de dos mil años que los judíos habían dictado para condiciones muy específicas de esa época- y los delirios del pastor Talavera -que era el núcleo del cúmulo de reproches y restregados ensañamientos que la madre desplegaba contra el Culto- que todo ello trababa sus movimientos como si fueran malas actrices, entrampadas en una paranoica conciencia de cada movimiento. Saludaban diciendo lo usual:
-Qué tal, hermana María, gloria a Dios que ha llegado bien, cómo le ha ido, venga, siéntese.
Pero había una aspereza en las palabras que las desmerecía, las volvía parte de un mundo mucho más estructurado; parecía que todo en la vida, hasta lo cotidiano, estaba inscripto en una liturgia improvisada a partir de la consigna de parecer todo el tiempo uno de esos personajes que ilustraban la Biblia que me habían dado en el catecismo católico como libro de texto, esas estilizadas miniaturas de fondo blanco y con finas líneas, vestidas de toga, cuyos rostros estaban vacíos (pero al Cristo lo diferenciaban con unas líneas que radiaban de su cabeza: era fácil darse cuenta que la luz o el movimiento que el dibujante quería representar era un convencionalismo para indicar a Jesús de Judea, el personaje central siempre que aparecía, y no para que uno pensara que realmente la cabeza de Jesús emitía luz como un foco Osram, como decía la madre en las rondas de mate).

domingo, 15 de abril de 2007

Llegando a Villa Tranquila

Poco tiempo después todos juntos partimos, en ómnibus, hacia Asunción. Las promesas del tío Aníbal no se cumplieron más que por una breve temporada, ya que mi padre perdió el empleo al poco tiempo; en la época de este relato, mi madre, mis hermanos y yo estábamos de vuelta en la Argentina para ver si ella podía ganar algo de dinero trabajando por horas para pagar las deudas contraídas en Asunción.
El contenido de lo que decían las mujeres de la parada de ómnibus en guaraní se fragmentaba en una multitud de sonidos en la que sólo unos pocos tenían sentido, pero mezclados con el ruido y la velocidad de sus parlamentos hasta esa última promesa de entendimiento se desvanecía. No había aprendido el guaraní a pesar de haberlo estudiarlo en la escuela, oído constantemente y por supuesto, hablado -casi en broma- durante tres años. Al llegar a Asunción había tomado la casi inconsciente resolución, de una fuerza y voluntad explicada sólo por mis siete años, de aferrarme a mi argentinidad: buena parte de mi imaginario se nutría de mis recuerdos, lecturas y fantaseos acerca de mi país natal. Era "el curepí" (expresión despectiva que los paraguayos aplican a los argentinos y que quiere decir "piel de chancho") a conciencia, por elección; muchas veces, mis infantiles énfasis patrióticos chocaban duramente contra la xenofobia de los paraguayos que, expoliados metódicamente por sus países vecinos, los odiaban a todos a excepción de una cierta envidiosa admiración por los brasileños causada sobre todo porque, justamente, ese pueblo los había sometido más que los otros, y continuaba haciéndolo todavía.
Lo que se podía entender en las notas cantarinas de las palabras pronunciadas en guaraní en la parada del colectivo era la cercanía de las zonas marginales. Mientras que otros sitios los extranjeros intentaban disimularse, se avergonzaban de sus actitudes consideradas payucas, en la cercanía de sus barrios la confianza se les manifestaba en el tono de voz, en las chanzas dichas en voz alta, en guaraní bien cerrado. Los dientes de oro relumbraban, los hermosos culos, prietos, de nalgas marcadas -mi ya mancillada inocencia estaba penetrada por la cuña de esos vértices rodeados de caderas-, se agitaban al voluptuoso ritmo que les era dictado desde el interior mismo de sus pantalones blancos ajustados.
El 86 del ramal correcto llegó al fin a la parada y de a poco la gente fue subiendo. A la abuela le cedieron el asiento. El trayecto atravesaba un paisaje variado compuesto por descampados neblinosos, con ralos bosquecillos salpicados de bolsas de plástico; puentes que cruzaban arroyos de vaporosas aguas de color; amenazadores monobloques enormes de muchos cuerpos, rodeados de espacios "verdes", en cuyas veredas la gente se veía -desde arriba del colectivo, debido al movimiento- sorprendida e inmovilizada en posturas sórdidas. Al mismo tiempo, mientras la abuela rumiaba alguno de sus achaques, adormilada en el asiento, yo, parado en el pasillo, reparé en que respiraba una vez más esos olores que la televisión no trasmitía, olor a gente y a podrido, a goma quemada; las neblinas de los arroyos que tenían olor a sopa mezclado con otros olores químicos que le daban un matiz repugnante, parecido al de la comida que la abuela le daba a las gallinas; esos olores, las miradas de los pasajeros, sus gestos, todo me indicaba que estaba pasando la frontera de otro mundo que estaba vedado para muchos, y mi condición de niño sumaba algo a un sentimiento que me iba inundando parecido a la responsabilidad, un compromiso con esa sorda sensación de trascendencia que siempre me provocaron los bordes. Mientras más descendíamos en la escala social, a medida que el 86 avanzaba, sentía que me acercaba a algo importante, que ciertas relaciones que aún no entendía, y que no funcionaban en el entender, que unían las arrugas y torceduras de la abuela, el viaje, el culto, la villa a la que estábamos llegando, llamada Tranquila, eran mucho más relevantes para mí que el miedo que sentía, que también, al avanzar, crecía dentro de mí, sin saber muy bien por qué.

domingo, 8 de abril de 2007

Hacia el Docke

Tomamos el colectivo 51(el "Cañuelas") en la avenida Pavón. En realidad se trataba de la avenida Hipólito Irigoyen, paralela a las vías del ferrocarril Roca; la ruta principal de los ómnibus y vehículos medianos que se dirigen hacia y desde el sur, y que en algún punto preciso se transforma en la ruta provincial 210. Nosotros íbamos hacia el norte, a Avellaneda, donde se había criado mi madre y donde se había originado el error familiar de llamar Pavón a la avenida: en un breve tramo de cuadras, donde comenzaba, casi en la ribera del Riachuelo, el nombre de la calle -empedrada, ancha y antigua- sí remitía a aquella localidad que connotaba a su vez una batalla, un derramamiento de sangre. Pero ni la abuela ni yo sabíamos la genealogía de esa avenida: como si fuera el nombre de un objeto cualquiera, las asociaciones que eventualmente podría inducirnos la palabra Pavón si jugáramos con ella en un momento de aburrimiento (un semáforo mal ajustado en la Curva de Turdera, la demorada subida al micro de una larga cola de personas en una estación de ferrocarril) nos llevarían probablemente a la evocación del objeto en sí (la avenida misma) y no a las relaciones lingüísticas y etimológicas que haría alguien mayor -que yo- o más pulido -que mi abuela-.
El viaje era largo. Los colectivos tenían asientos dobles en ambas bandas, lo que los diferenciaban de los colectivos de la Capital (decir "la capital" es una forma de hacer saber que uno es de la provincia. Que uno debe viajar más de una hora para acceder al mundo mágico de las escaleras mecánicas). Mi abuela sacó boleto mientras que yo me deslizaba por el pasillo buscando un asiento de ventanilla. Me senté con la frente pegada al vidrio: la luz del día, que se azulaba al atravesar un film que cubría el vidrio de la ventanilla, me encandilaba y me aliviaba de ver los bamboleos torpes de mi abuela viniendo por el pasillo. Sus manos -que no podía dejar de ver, de todas maneras, dentro de mi cabeza- se aferraban como garras a los pasamanos que remataban los altos respaldos de los asientos. La abuela tenía los dedos deformados por la artritis; sus piernas también estaban combadas como paréntesis, y su rostro envejecido expresaba un dolor que aparentaba sentir siempre, ya fuera verdadero o falso. Desde que la tía Peti, la hermana mayor de mi madre, la había arrastrado a la apostasía de cambiar la Iglesia Católica, de la que había sido tan devota, por el Culto Pentecostal, su tendencia a la mortificación y al perpetuo sufrimiento, en lugar de desaparecer, había encontrado un sistema al que se adaptaba aún mejor. Sentada en el patio al sol, frente a su casa, en una sillita baja (que los paraguayos llaman silleta) rumiaba su dolor a diario, escandiéndolo regularmente con las frases "Gloria a Dios" y "añá membý", mientras peinaba sus largos cabellos negros de mestiza, casi sin canas, con un peine metálico. Las pequeñas liendres nacaradas, mezcladas con algunos cabellos arrancados, caían en un lienzo blanquísimo: sin detener su letanía automática, las aplastaba entre las uñas de los pulgares, produciendo un chasquido quitinoso.
Mi abuela iba desgranando los nombres de las localidades que íbamos atravesando. La avenida en casi todo el trayecto va paralela al ferrocarril Roca, nombrado así en honor al "Conquistador del Desierto". En aquel momento, sin embargo, ni la abuela ni yo notamos el absurdo que implica semejante título: tampoco reímos inventando nombradías parecidas, como "Amo de las Nubes" o "Abuelo de la Nada": me iba diciendo, como una letanía: "esto es Lomas de Zamora", "acá estamos en Banfield", "mirá: Lanús". Lanús es un lugar donde la avenida, que es ancha y empedrada, se hace aún más ancha, más empedrada, y pasa casi por la puerta de la estación del tren, a diferencia de las estaciones anteriores, que se distancian de la gran avenida por pocas pero siempre algunas cuadras. En Turdera, la estación más cercana al sitio donde habíamos tomado el colectivo, las vías cruzan la avenida en ángulo recto y, haciendo una amplia curva levógira, se colocan casi un kilómetro a su derecha; a partir de Temperley, la estación siguiente, las vías se acercan lentamente a la avenida Irigoyen, hasta que la vuelven a cruzar en diagonal por un puente ferroviario (en Turdera es al revés: la avenida pasa sobre las vías, sumergidas en un gran surco, con las paredes en talud, de unos cinco o seis metros de profundidad) justo antes de la estación Avellaneda. Entre la avenida y la estación Lanús hay una zona de ascenso y descenso de pasajeros de colectivos, tres o cuatro dársenas techadas con estructuras de hormigón que dan la sensación de ser pesadísimas: anchas columnas, de medio metro de espesor, espaciadas cuatro o cinco metros, sostienen una faja de hormigón muy alta, como de un metro de espesor, con unas estrías pretenciosas de modernidad, que recorre más de cincuenta metros a lo largo de las dársenas que no son más que veredas con calle de ambos lados.
Desde el colectivo, que se detuvo varios minutos a cargar y descargar pasajeros (Lanús es un importante centro de población) dejaba vagar los ojos sobre las cosas y la gente, aislándome detrás de mi mirada, creyendo sin saberlo que por mirar yo no era visto. A mi lado izquierdo mi abuela también desaparecía junto con todo el interior del colectivo, incluido mi cuerpo. La mirada establecía una regla: sólo existía lo que estaba del otro lado del vidrio, más allá de límite impuesto por la telaraña luminosa de una pedrada que cercaba mi ojo. Un afiche de circo que estaba pegado en una de las columnas resaltaba por sus colores en degradé; un amarillo intenso devenía azul marino; las colas de personas esperando colectivos, sus contornos desdibujados por mi mirada y sus abrigos, me tapaban las letras que anunciaban trapecistas y tigres. Bajo la luz grisácea de la tarde el afiche se mostraba roto y carcomido y me hizo creer que el circo ya no existía y sus animales habrían muerto o vagarían hambrientos por las vías desoladas del ferrocarril.
Después de Lanús quedaba poco viaje en el 51. Justo antes de que ascendiendo doblara, trabajosamente, la rampa del acceso al puente Pueyrredón, hacia el vertiginoso cruce del Riachuelo que abría las puertas de "la capital" y a la vez la limitaba, debíamos bajar, yo con un salto, mi abuela farfullando, agarrándose de todos los pasamanos y de todos los brazos que le ofrecían, incluso de aquellos que, desprevenidos, se encontraban al alcance de sus garras, y entonces, en esa parada llena de humo y locales cerrados hacía mucho -de veredas rotas, sus persianas metálicas oxidadas cubiertas con muchas capas encimadas y rotas de afiches de colores sucios-, aturdidos por el ruido de los innumerables colectivos que cruzaban el puente o agarraban para el lado de la avenida Mitre, esperar el colectivo de la línea 86, en compañía de otras personas que parecían también miembros de algún culto, uniformados con sus abrigos oscuros, ceñudos, torvos. Algunas mujeres de la cola hablaban en guaraní; mis abuelos entre ellos y con mi madre hablaban casi siempre en ese idioma y hasta hacía poco tiempo mis padres, mis hermanos y yo habíamos estado viviendo en Asunción. Habíamos pasado tres años en el Paraguay, desde el año 1977 en el que nos fuimos a buscar un mejor pasar, detrás de un montón de promesas de oropel que había dibujado en el aire mi tío Aníbal, un primo de mi madre paraguayo que estuvo de visita en Buenos Aires en aquel año. En Paraguay regenteaba una estación de servicios Esso y le iba "bien"; quería llevarse a mi padre a trabajar con él y terminó convenciendo también a mi madre. Primero fue mi padre solo con mi tío. A los pocos meses volvió, bronceado, satisfecho, a buscarnos; había ido y vuelto en avión (tuvo que sacar el pasaporte) y eso lo había convertido en otra persona. Cuando entró por la puerta la tarde de su regreso, vestido de traje, con corbata y una valija en cada mano, apenas levanté la mirada de los juguetes con los que dialogaba silenciosamente en el piso rojo de cemento alisado del living. Le dije "hola" con la misma intensidad que si lo hubiera visto irse pocos minutos atrás. Mi actitud sorprendió a mi madre, que no advirtió que para un niño el dolor de las ausencias, por prolongadas que sean, cicatriza de inmediato con el restablecimiento de aquello que se encontraba ausente. Sentí, sin embargo, la velada reprobación de mi madre, que me ordenó que me parara y le diera un beso de bienvenida. Lo hice.

lunes, 2 de abril de 2007

Mi abuela me llevó al culto

Mi abuela me pidió que la acompañara al culto del pastor Talavera. Ya le había pedido permiso a mi madre. Yo, sentado en el suelo, miraba la televisión: en blanco y negro, "el Hombre Nuclear" corría en cámara lenta; el director, a través de ese recurso contradictorio, había logrado transmitir una sensación de velocidad. De la misma manera, sus saltos hacia arriba o hacia abajo ocurrían muy lentamente y eran subrayados por un sonido continuo, curvo, un agudo glissando electrónico que (en este caso adecuadamente) ascendía o descendía junto con el salto. La presencia de mi abuela se filtraba a duras penas a través de las capas de interés que el programa me provocaba. Finalmente la miré desde el piso: a contraluz, su masa cuadrada eclipsaba la iluminación blanquecina que el cielorraso de placas de telgopor rebotaba del tubo fluorescente sostenido por alambres del techo. Todo, techo, alambres, casa, revoques gruesos con marcas onduladas hechas para que agarrara mejor el revoque fino -que nunca se había aplicado-, blanqueado con cal por encima y ensuciado luego por el uso; pisos, pozo ciego, pozo de agua, todo estaba hecho o colocado por mi padre; en el fondo, hecha de bloques la casa del abuelo (el bloque es un ladrillo hueco muy barato: se hace con cemento, arena, un poco de cal y conchilla o el cascajo que se pueda conseguir. No es muy buen aislante del frío), construida por mi padre y el padrino y luego concluida por el abuelo. En la puerta que daba al fondo, un rústico friso de cemento rezaba:

Aparecida pocos meses después de que habían finalizado la construcción, una grieta quebraba con una ensañada diagonal el cartelito: los dos apodos, los títulos impostados y el último año que estuvimos todos juntos en Argentina estaban partidos por una línea zigzagueante. En el último pedazo del terreno, ya casi en el alambrado que marcaba el límite con la propiedad del vecino del fondo, Cacho, el verdulero del barrio, mi padre había construido, mucho antes de que se mudaran los abuelos, un alarde de ingeniería suburbana, una pequeña pileta de natación de ladrillo, revocada e impermeabilizada con brea, que junto con un tobogán de chapa proveían el entretenimiento en los meses calurosos.La abuela, mientras se preparaba, iba y venía por la casa con una escupidera en la mano. Una vez había apoyado la bacinilla enlozada, de color beige con un bordecito verde militar, arriba de mi cuaderno de deberes escolares, abierto arriba de una mesa. Le había dejado una aureola de orina, una circunferencia sin cerrar en forma de letra c o de medialuna que al secarse se convirtió en una mancha amarillenta, una rugosidad anular que la tersura de la hoja acentuaba. Este suceso había originado una serie de bromas en la familia. Cuando, llorando, le había mostrado el cuaderno manchado a mi padre, me había dicho riendo: "decile a la maestra que al cuaderno te lo meó tu abuela". Yo no sabía aún cómo era la economía de los olores en otras partes; imaginaba que el mundo que existía fuera de mi casa no estaba hecho de olores fuertes; pensaba que era como las casas de los demás, cuando visitábamos a algún compañero de jardín, más parecidas a las casas de la televisión -que, como es sabido, no trasmite los olores-; seguramente, creía, no olían, por ejemplo, como la botella de acaroína que en el fondo, en una confusa masa de objetos útiles en potencia, yo había vaciado lentamente en el suelo, absorto, excitado por la mutación de colores de la masa del líquido de olor penetrante y característico, originalmente oscuro, aceitoso, que se volvía blanco como la leche al emulsionarse con el agua de lluvia que la botella mal tapada había dejado entrar. O como el olor acre y tóxico del calentador de querosén, cuya mecha debía arder al aire libre un rato antes de colocarle una especie de chimenea, el quemador, similar a esas muñecas rusas, compuesto de cuatro o cinco pequeños tubos concéntricos de lata, cribados, de diámetro cada vez menor, sujetos por dos varillas cruzadas que los atravesaban de lado a lado. Su interior intrincado, de gran superficie, creaba un ámbito incandescente donde casi todos los componentes del humilde combustible se demoraban y terminaban quemándose; hasta que esa pieza fundamental se calentaba, el aparato emanaba un humo negro, aceitoso, que toda la casa iba absorbiendo de a poco, de manera que a pesar de que no era muy vieja sus paredes estaban oscurecidas por una pátina de negro de humo. O las cabezas de vaca y otras carroñas que mi abuelo, que había sido cocinero de un barco de cabotaje en el litoral, hervía para el perro (y para él) en enormes cacerolas de aluminio. Su casa del fondo, un solo gran ambiente rectangular, emanaba hacia el cielo por todas sus rendijas el olor de la grasa hervida, de la gelatina de huesos mezclada con polenta. Yo no podía relacionar en un mismo sistema el complejo mundo de olores, suciedades, cosas -como en la parte superior del placard grande, donde estaban los documentos, las cosas de oro, las revistas raras, con gente desnuda-, mi casa, con el mundo de afuera, un mundo donde las demás casas brillaban con pisos y paredes recién acabados de limpiar con productos mágicos que dejaban estrellas rutilantes, de cuatro puntas (las verticales más largas que las otras) en todos los rincones, y donde -en mi mente- mis compañeros de jardín respiraban un sutil perfume embadurnado en el piso de granito mientras, echados de bruces, fomentaban sus facultades cognitivas armando vastas y amorfas estructuras con ladrillos Rasti. La casa, mi casa, era, en cambio, un universo complejo y lleno de cosas y situaciones que no encajaban en la idea que iba haciéndome del mundo exterior, más allá del alambrado que limitaba el frente del terreno, sostenido por cuatro postes embreados tallados en el extremo superior en forma de tetraedro, en punta. Del otro lado de los rombos del alambrado de gallinero, el barrio crecía hacia un ideal de chalets suburbanos que lentamente convertía nuestra casa, junto a la de otros vecinos, en el símbolo de lo anormal, frente a la que los habitantes de los flamantes chalets, cuando pasaban caminando los domingos, murmuraban y hacían muecas ceñudas.