jueves, 16 de agosto de 2007

No toda es vigilia

Como niños en la mañana del día Reyes que, despertándose al amanecer a causa de la excitación por los regalos, deambulan haciendo ruido por toda la casa, y terminan metiéndose en la cama de sus padres para obligarlos a levantarse, mis sentidos se adelantaron a mi despertar, poblando los sueños de madrugada con material recogido en el entorno de mi cama, improvisada en el suelo del cuarto de mis primos: los ruidos de vajilla, olores indefinidos y la sinestésica mezcla de calor y color rojo que produce la luz solar al incidir en los párpados, crearon un gradiente del sueño a la vigilia que concluyó cuando aparté las cobijas y tambaleé hasta el otro cuarto, donde el resto de la familia desayunaba.
Había como diez personas alrededor de la rústica mesa hecha de tablones y caballetes. Sin lavarme ni arreglarme (había dormido vestido) me escurrí levemente, ubicándome en una esquina de la mesa; casi sin mirarme mi tía Peti me repartió una taza de mate cocido y una ajada factura de crema pastelera que mis primos más pequeños habían mendigado la tarde anterior en una panadería de Barracas, con el cuento de que eran internados en un Cotolengo. Dos "hermanas" con sus hijos desayunaban junto a mi parentela; las mujeres mostraban un aire en común con mi tía, un estilo en el cuerpo y la ropa que me hacía confundirlas cuando las observaba tangencialmente, al sorber de la taza. Los mismos rodetes canosos, los mismos cuerpos rechonchos engordados a harinas y frituras, las mismas ropas extraídas al azar de paquetes de donaciones. Entre los acólitos no había casi actividades que se ciñeran únicamente al grupo familiar; los actos más importantes, como las comidas o los baños (con agua calentada en la cocina, en enormes cacerolas) se realizaban colectivamente, entre las tres o cuatro familias que ocupaban ese sector de la villa. Mi primo Carlito se quejaba de dolor de muelas lloriqueando sin dejar de comer un vigilante; mi tía Peti preparó un poco de salmuera con agua de la pava y lo mandó a hacerse buches afuera. El resto de los niños tomamos eso como una señal de que el desayuno había terminado y murmurando "Gloriadios" salimos en tropel al patio.
Miguel Angel, el primo gemelo, no estaba por ningún lado. No había querido preguntar por él en la mesa, y ahora, al sol cálido de las diez, en este invierno que engañaba con querer terminar, tampoco tenía ganas de salir a buscarlo. Una zona oscura que se envalentonaba en las afueras de mi conciencia quería entrar de sopetón, pero a la vez un miedo sordo, autónomo, se apañaba para mantenerla a raya. Sabía que la noche anterior habían pasado ciertas cosas, que el detalle de los hechos presionaba desde esa oscuridad tangencial para cruzar a la zona de las culpas y provocar terribles lamentaciones en el niño que todavía era, pero la fuerza del día, el brillo verde casi plástico de las espadas de San Antonio que bordeaban la laguna, la vida que se manifestaba hasta en las parábolas líquidas que dibujaba Carlito en un ángulo del patio cada vez que escupía los buches, me ayudaban a mantenerme en un estado de inmediatez absoluta, la mente ocupada entera en las manifestaciones de la realidad material que me rodeaba. Más allá, en las gelatinosa superficie de la laguna podrida, brillantes manchas que reflejaban la luz como diamantes diluyéndose atraían mi mirada en forma hipnótica; me deslizaba sin moverme por un túnel construido sobre la dirección de la mirada: todo mi ser se acercaba sobre mi atención capturada hacia los brillos del agua, como si la vista consistiera en un rayo que emitían los ojos; como si el estupor en el que me sumergía cada vez que me rozaba lo absoluto me devolviera a un estado de existencia mineral, del que sospechaba que más tarde o más temprano ya no querría ni podría desprenderme.