miércoles, 5 de septiembre de 2007

Panes y peces

Si durante mucho tiempo se observan los reflejos del sol en la superficie del agua, los iris de los ojos se cierran hasta un punto en el que el mundo se solariza: la gama tonal y cromática de todas las cosas se reduce a negros plenos y estallidos blancos. Si uno mueve la cabeza las manchas luminosas dejan estelas blandas que persisten al cerrar los ojos, gusanos fluorescentes contra un telón de sangre.
Pasado el mediodía me llamaron a almorzar. Había estado al menos dos horas acuclillado, vacío de pensamientos, y ya había superado hasta el entumecimiento de las pantorrillas mal irrigadas por la posición. Más aletargado que al dormir, sólo percibía mi ceguera solar y el sordo runrún de la sangre en los oídos. Quién sabe cuantas veces me habían gritado que fuera a la mesa. Con una serie de movimientos torpes, descoordinados, me paré e intenté ver a mi alrededor.
Algo había cambiado en el sutil equilibrio dado entre los habitantes de las casillas: como garañones en primavera, todos tenían una excitación química que se respiraba en el aire, un influjo nervioso imposible de soslayar. Las mujeres iban y venían taconeando ruidosamente, chancleteando, pisando los vencidos contrafuertes de sus zapatones negros, llevando vajilla y fuentes con comida; los niños se acurrucaban con miedo fuera de su camino como perros mestizos y hasta casi no se oían las radios cumbiamberas de los vecinos que no eran religiosos, lleno el espacio sonoro por las agudas y nasales interjecciones de ansiedad mal disimulada. Al asomarme a la cocina-comedor -cuando me acostumbré a la diferencia de iluminación- descubrí la causa de revuelo: el representante de Cristo en la tierra, el portador de la palabra de Jehová, el guía espiritual del grupo de desposeídos pentecostales de villa Tranquila, el Pastor Talavera, se encontraba sentado en la cabecera de la mesa, con la actitud de un rey que acepta la pleitesía y las dádivas de sus súdbitos con la gravedad del que se subordina a su rol (aunque se trate de la cabeza de la jerarquía) tanto como el último plebeyo del reino.
En la comunidad pentecostal los adultos comían primero. En las rondas de mate con sus amigos mi madre dejaba para el final de su crítica este hecho que a su ver era uno de los más atroces. Talavera había determinado el escalafón de comensales con un criterio curioso: los niños debían comer lo que sobraba del almuerzo de los adultos porque su formación religiosa recién comenzaba, lo que los hacía más imperfectos que un adulto evangelizado. Por otra parte no aportaban nada a la comunidad, que se nutría de los diezmos. Las primicias eran para el pastor, que por sostener con su poder espiritual a toda la parroquia, debía ser retribuido con su manutención; los niños eran como las flores del campo o los pajarillos, de manera que se les aplicaba la máxima "Dios proveerá".
Cuando entré a la habitación, Talavera ya había dado cuenta del primer plato del almuerzo, un bodrio a medio camino entre el guiso y el puchero. Era extremadamente flaco y bastante alto, lleno de ángulos y salientes como una bolsa llena de leña. Su abundante cabellera hacía un jopo hacia atrás, fijada por su propia grasitud, desparramada parejamente con cuatro golpes de peine fino húmedo. Era evidente que todo lo que tenía puesto, camisa, pantalones y zapatos, había sido provisto, lavado y planchado por las hermanas, aunque no sabía de dónde me venía esa certeza. Si se fijó en mi entrada, no me lo hizo saber con ningún gesto. Parecía muy interesado en la llegada del segundo plato del guisote, echando miradas de soslayo cada pocos segundos al extremo del cuarto donde estaba la cocina; al poco tiempo pareció darse cuenta de lo evidente de su gula y, para disimular, observó a su alrededor, buscando algo que lo inspirara para improvisar un sermón informal. A su lado, en la punta de un banco largo, se había deslizado poco antes, inadvertidamente, mi primo Carlito. Tenía este chico de diez años una forma de moverse que combinaba el arrastrarse de un cuadrúpedo carroñero con la gracia de una serpiente, estática y a la vez en movimiento. Solía entrar a las habitaciones lenta y silenciosamente, como quien no quiere molestar, y sentarse en un rincón donde su piel oscura (era el único de la familia en que el calificativo de “negro” se refería al real color de la piel; salvo él, de color achocolatado, los demás parientes, con las variaciones tonales esperables, éramos criollos típicos, ni blancos ni tintos) lo mimetizara entre las sombras para quedarse escuchando las conversaciones hechas de murmullos de los adultos, con el grueso labio inferior colgando como un percebe violáceo y la cabeza gacha, los ojos casi en blanco, sin un solo destello que delatara a través de las pestañas entornadas que había actividad cerebral a tan sólo dos centímetros más adentro de su cráneo. En el paneo que Talavera venía haciendo en busca de la página del Libro Universal que él traduciría en Palabra, los hinchados cachetes de mi primo quedaron en primer plano.
-Tu madre -dijo con un acento que hacía más ostensible el parecido que tienen los paraguayos con los mexicanos en la forma de hablar- me dijo esta mañana que amanecistes con dolor de diente. Y eso seguro que te pasa porque ayer (pronunciaba casi “acher”) dijistes mala palabra. Jehová hincó su rayo (“racho”) por tu muela para que escarmiente en el dolor y ya no maldiciendo más, alejándote del Mundo que te enseña nada más que grosería y degeneración, seas salvo. Gloria a Dios. Y ahora no va a comer y va a reflesionar ayunando en tu pecado hasta que se le vaya el dolor y se cure tu diente por milagro de nuestro Señor Jesús. Vaya nomá.
Carlito se fue al patio rápidamente. Me pareció hasta algo aliviado por la penitencia del ayuno; de todas maneras el flemón que le deformaba la cara no iba a dejarlo comer demasiado. El pastor Talavera entretanto giraba la cabeza en dirección al plato de comida que se acercaba traído por la tía Peti, al que habían adicionado la porción de Carlito. Su enorme y movediza nuez de Adán, más deforme todavía por el escorzo al que se veía forzado su cuello, subía y bajaba anticipándose a la segunda parte del almuerzo, alborozada, como relamiéndose por la hábil estratagema mística de Talavera, que había aumentado la porción del guiso tal y como aquella vez, la de los panes y los peces.