lunes, 21 de abril de 2008

El oficio

Recién venidos de la oscuridad de la noche, chorreando excesos, alcoholizados, atarantados de humo de tabaco y pool, ahítos de dinero mal habido regalado en vueltas de bar, a manos llenas, saturados los ojos de imágenes brillosas, grasientas, bocas de negrura desdentada, antebrazos ilustrados tumberamente con piolín, aguja y birome; yo aterrado de estar allí, rígido por no demostrarlo, callado sin llamar la atención, pinchando a la culpa con el filo del vértigo para que su burbuja se formase de nuevo a los pocos segundos, él, elevándose en su actitud desenvuelta de chico corrompido, ya sin retorno, a codazos entre los hombres degradados, como un igual, exagerando el gesto de entrecerrar el ojo al inclinarse sobre la mesa de pool, el contacto con el suelo justificado por la punta de un pie, el cigarrillo en la comisura de la boca.
Al final de la última partida de pool Miguel Ángel me había hecho un gesto con la cabeza y habíamos encarado hacia el Templo, con la intención no del todo hecha consciente de trasladar el espíritu pagano del bar, lleno de humo y alcohol, embebido de la metáfora burda de quién metía más bolas en una abertura, al lastimoso galponcito de madera ennegrecida con aceite de motor usado que, enclavado en la mitad de un pasillo de barro, ya estaba atestado de las oscuras sombras que eran los feligreses, las mujeres anónimas detrás del rebozo, los niños narcotizados por las amenazas del infierno, los hombres casi invisibles, irreales, deslavados dentro del uniforme dominguero: jeans blanqueados por lavados innumerables, camisas a cuadros, jopos humedecidos y modelados como una arcilla aceitosa por un golpe de peine fino.
Nos quedamos parados en el fondo. La sonrisita irónica que mi primo gemelo ensayaba y me había contagiado era, en ese momento, o una manifestación real del cinismo que manejaba fuera del universo familiar, o una pose que se iría diluyendo rápidamente en la potencia ritual que emanaba de la masa de feligreses, a la que costaba ver como compuesta por entidades individuales. Al menos yo dejé casi de inmediato de revolverme, arriba y abajo, en las turbulentas sacudidas que caracterizaban a mi espacio interior: el efecto dramático que producía lo que estaba ocurriendo dentro de la barraca que era el templo me atrapó y se llevó mi atención levitando -como el hilo de vapor surgido de una tarta puesta a enfriar en el alfeizar de una ventana, que adoptaba la forma de una manito y arrastraba de las narices, por el aire, al hambriento héroe de turno en los dibujitos que miraba por las tardes- hasta el rústico tablado elevado, el altar.
Talavera estaba transfigurado: costaba identificarlo con la persona que esa mañana devoraba plato tras plato de inmundo guisote. Se había vestido totalmente de negro con un traje que debía de haber pertenecido a un difunto más ancho de espaldas que el pastor; sin embargo, no lo desfavorecía como podría haberse esperado. Los surcos profundos de sus mejillas, rasuradas recientemente, le daban a su rostro un carácter sobrio, que junto con el traje y la gravedad de su expresión, conferían a su persona el aspecto de un pastor protestante del oeste americano, un ficcional cowboy-reverendo interpretado por William Defoe (en Mariposa Salvaje, de David Lynch). El sermón había comenzado no hacía mucho ya que Talavera enumeraba generalidades acerca de la organización de la comunidad y las fechas religiosas que se avecinaban. Movía los brazos en forma espasmódica pero no carente de gracia; su voz, con su cadencia litoraleña, apuntaba deliberadamente a arrullar los oídos, mesmerizando gradualmente la atención de la feligresía. En cierto momento, sin embargo, dejó de anunciar efemérides para meterse de lleno en otro terreno.
-Anoche tuve un sueño -dijo. El público se agitó murmurando en sus asientos-. Los sueños que tiene el pastor no son como esas diabólicas mescolanzas sin sentido que tienen ustedes, manga de pecadores: son revelaciones que vienen directo de Jehová. Soñé, o mejor, me fue revelado, que un hombre de esta comunidad, aprovechando que el marido estaba trabajando, entraba a la casilla de una hermana y la inducía a la fornicación.
Una exclamación mal contenida se elevó de los bancos. Todos los concurrentes se miraron unos a otros, buscando infructuosamente en las vestiduras o en los rostros ajenos una señal que mostrara el pecado.
-La identidad de los responsables de traer el adulterio a esta comunidad es ahora conocida por este pastor. Pero lo importante es que Dios sabe bien quiénes son. ¿Acaso pensaron, estúpidos pecadores -gritó- que El no se enteraría de sus asquerosidades?
Una mujer comenzó a sollozar espasmódicamente en la tercera fila. El marido, sentado a su lado, lentamente giró la cabeza, como si le costara muchísimo moverla, y se la quedó mirando. Pensé que estallaría en forma violenta pero, como en una versión fílmica de la vida de Espartaco que solían pasar en la tele los domingos (los legionarios preguntaban a una anónima masa de esclavos quién era su líder revolucionario; de a uno, todos daban un paso al frente y se atribuían la identidad de Espartaco) otro llanto comenzó a oírse a la derecha, y luego otro más, y otro. De golpe había cinco o siete mujeres llorando a los gritos dentro del Templo.