martes, 30 de junio de 2009

La última noche

En el montón de frazadas rancias en el suelo que hacían mi cama estaba yo, sintiendo cómo un zoom inacabable chupaba la tierra, América del Sur, Buenos Aires, el Docke, el grupo de casillas al costado de la vía, el cuarto, el montón de frazadas rancias donde estaba yo, en el cuarto de mis primos, sin poder dormir, en la segunda madrugada que pasaba acompañando a mi abuela en un tour de fin de semana para que asistiera al Culto Pentecostal. El zoom, entretanto, había vuelto a comenzar, y me veía desde arriba en la oscuridad, los ojos abiertos ardiendo a causa de no parpadear en la oscuridad. El silencio destacaba lo audible, un cuerpo de sonidos que se comportaba en forma coherente, como un sistema, de tal manera que era casi imposible analizar las partes que lo componían, separar los ruidos individuales en esa masa sonora resultante que se asemejaba a la idea clásica del sonido del mar, y que yo había oído únicamente en grabaciones y caracoles.
Me propuse, como entretenimiento en el insomnio, separar mentalmente los sonidos e ir colocándolos en una grilla, comenzando por los sonidos más aparentes, como los que provenían del mismo cuarto. Por ejemplo, el ronquido de mi primo gemelo Miguel Ángel se destacaba por su cercanía; unos metros más allá se distinguía el sisear de ofidio del Carlito, el tictac de un despertador de cuerda, el runrún de la heladera, el viento en los postigos de chapa de la ventana, los camiones que cruzaban el puente, la lejana vibración de un órgano eléctrico en alguna radio, casi en el límite de lo audible. Coloqué cada sonido junto a su par virtual en la pizarra de mi mente; en medio de estos trabajos se me hizo claro que había un sonido que había pasado por alto: un quejido de madera o de metal, periódico, muy agudo y leve, que provenía de algún lugar indeterminado de la casa. Lo había ignorado porque no tenía explicación de su origen; ahora que le daba toda la atención, se volvía más misterioso. Ya, de pronto, era una incógnita enorme, importantísima; mi mente se aceleró y se detuvo con un golpe. Ahora era imposible elaborar cualquier explicación para ese ruido.
Comencé a entrar en un estado que ya conocía y que me aterraba: una ansiedad que empezaba en el bajo vientre y subía por el cuerpo hasta la cabeza y la punta de los dedos, que me ponía frenético y me obligaba a moverme. Como si quedarse quieto fuera una imposibilidad fundamental de mi ser, y que si lo hacía iba a estallar, a volverme loco. En general esta sensación se apoderaba de mí en la escuela o haciendo los deberes, y las sacudidas epilépticas que terminaban dándome eran castigadas con penitencias o algún coscorrón. Claro que no era epilepsia, pero eran temblores y sacudidas igualmente incontrolables. Empecé, entonces, a sacudirme en silencio en mi jergón, al ritmo de los chillidos misteriosos. Lo peor era que los movimientos involuntarios no eran ningún alivio a la ansiedad, sino que hasta parecía que formaban un círculo vicioso donde se incitaban mutuamente. Luego de un rato de esto no aguanté más y me levanté. Como estaba vestido me calcé las zapatillas con velocidad y salí al pasillo en penumbras.
Nadie me había oído, al parecer; salí. El patio resplandecía suavemente con una luz acerada, rebotada de la plancha enrojecida del negro cielo, eternamente nublado. Crucé el embaldosado y me metí en la letrina encendiendo el foco mecánicamente. El olor del pozo negro era contundente; a dos metros de profundidad, miles de gusanos, larvas de mosca, reptaban unos sobre otros, restregándose los excrementos con todo el cuerpo como luchadoras en aceite. Oriné, generando desconcierto en la masa movediza, y por un instante imaginé con terror que las larvas se vengaban de mi saña en formas pavorosas. Regresé a la casa atravesando zonas de pura brea que cada tanto se cortaban con trozos de espejos de luz. Recordé levantar la puerta para evitar que arrastrara e hiciera ruido. En el pasillo reapareció el chillido; casi lo había olvidado. Me quedé parado cinco minutos en la oscuridad. Fue un rato muy largo. Me mimeticé con la oscuridad a un punto que supe que era invisible; mis ojos, abiertos como en un grito, parecían volverse hacia adentro como guantes de vidrio. Comencé a moverme tan lento que el tiempo me adelantaba en forma sensible. Cada paso demoraba muchas respiraciones; la ansiedad había desaparecido por completo y ahora me figuraba como un camaleón mimetizado con la oscuridad, avanzando imperceptiblemente hacia una presa sonora. El cui-cuic venía de la pieza de mi tía, y todas las líneas invisibles de la perspectiva en sombras me llevaban siguiendo un camino unidimensional, como un anillo enhebrado en un hilo tenso, hacia la puerta entreabierta.

viernes, 19 de junio de 2009

La unción

En el fondo del templito, parado a mi derecha, Miguel Ángel se balanceaba levemente hacia los lados, las piernas separadas, los ojos y la boca entreabiertos, la respiración caliente y agitada. Momentos antes, cuando la feligresía se había manifestado colectivamente culpable de fornicación y adulterio, Miguel Angel había entrado en una especie de frenesí y me había aferrado del brazo con una mano como una garra. Hacía un par de años en un baldío de Turdera yo había sido testigo de un acto sexual: el Canguro, un chico del barrio de nuestra edad pero más desarrollado físicamente le había dado por el culo al Tanito Fizz, otro vecinito - mis padres decían que tenía un retraso mental- adentro de una zanja excavada para los cimientos de una obra. Varios niños observamos el acto -no violación, porque el Tanito era consentidor- desde los bordes de la zanja, en ángulo picado. Duró pocos minutos. La aceleración en el vaivén concluyó con violencia, el Tanito limpiándose la cola con unos diarios viejos que estaban tirados por ahí, Canguro ruborizado, respirando ruidosamente y con un rictus que le deformaba el rostro. Miguel Angel, cuando la gente comenzó a ponerse de pie, me recordó el placer del orgasmo del Canguro, del que había sido voyeur sin saber aún qué era un voyeur ni qué era un orgasmo.
La ola llegó y se fue: la acusación de Talavera se diluyó en su consecuencia y casi de inmediato todos estaban sentados. Talavera siguió predicando como si nada hubiera sucedido, aunque se notaba a las mujeres más ocultas detrás de sus rebozos y a los hombres más hieráticos, la cabeza gacha y la negrura de la boca orando en silencio. Cuando parecía que el oficio estaba finalizando un vagido comenzó a mezclarse con las sanatas de Talavera. Un bebé que estaba tapado contra el pecho de su madre lloraba cada vez más desaforadamente. El pastor elevó la voz y solicitó a la hermana madre que subiera con el niño a la tarima que hacía las veces de altar; fugazmente se me cruzó una estampa de la Biblia que había en mi casa, ilustrada con grabados: la escena donde Abraham es obligado por Jehová a darle a su hijo en sacrificio. En verdad parecía que el culto iba a acabar con una escena fuertemente teatral: Talavera elevaba al bebé -que no dejaba de aumentar la intensidad de sus berridos- como en una eucaristía caníbal mientras la madre dejaba hacer, los brazos caídos a los lados del cuerpo, la mirada fija en el suelo. El pastor sacó de algún lado una botellita color caramelo y declaró que iba a ungir a la criatura para quitarle el demonio. Recordé que mi abuela solía recurrir al expediente de la unción, algo que me desagradaba mucho. Mientras oraba con los ojos cerrados con fuerza, de una botellita similar a la del pastor se arrojaba un chorro de aceite de cocina en la coronilla y luego se envolvía la cabeza con el rebozo; el olor a aceite rancio inundaba la ya olorosa habitación. Talavera sostuvo la nuca del crío -que se debatía como si de veras estuviese poseso- recitando un exorcismo rudimentario; el chorro de aceite vaciló un instante sobre su calva, y finalmente un hilo amarillento corrió sobre su frente.
El bebé calló de inmediato. Nos envolvió un silencio absoluto; pareció que en ese instante todo se congelaba: mi respiración, la sangre en las venas, los fotones emitidos por las bombitas de 60 wats, incluso los inmensos planetas que se movían en el espacio y me producían un vértigo abisal cuando pensaba en ellos. No se trataba de que la película del tiempo se hubiera clavado en un fotograma; como en una epifanía profética, ese instante era eterno y contenía todo el tiempo y todo el movimiento del universo. La sensación de infinitud y totalidad permaneció suspendida durante un parpadeo; la madre volvía a su asiento con el bebé dormido; los hermanos comenzaron a desafinar el himno con el que concluía el culto. Oí un sollozo contenido, casi imperceptible; Miguel Ángel temblaba en el rincón y se tapaba el rostro con las manos. Deslizándose por mis mejillas, mis lágrimas goteaban desde mi pera y eran absorbidas por el piso de tierra apisonada.