En el montón de frazadas rancias en el suelo que hacían mi cama estaba yo, sintiendo cómo un zoom inacabable chupaba la tierra, América del Sur, Buenos Aires, el Docke, el grupo de casillas al costado de la vía, el cuarto, el montón de frazadas rancias donde estaba yo, en el cuarto de mis primos, sin poder dormir, en la segunda madrugada que pasaba acompañando a mi abuela en un tour de fin de semana para que asistiera al Culto Pentecostal. El zoom, entretanto, había vuelto a comenzar, y me veía desde arriba en la oscuridad, los ojos abiertos ardiendo a causa de no parpadear en la oscuridad. El silencio destacaba lo audible, un cuerpo de sonidos que se comportaba en forma coherente, como un sistema, de tal manera que era casi imposible analizar las partes que lo componían, separar los ruidos individuales en esa masa sonora resultante que se asemejaba a la idea clásica del sonido del mar, y que yo había oído únicamente en grabaciones y caracoles.
Me propuse, como entretenimiento en el insomnio, separar mentalmente los sonidos e ir colocándolos en una grilla, comenzando por los sonidos más aparentes, como los que provenían del mismo cuarto. Por ejemplo, el ronquido de mi primo gemelo Miguel Ángel se destacaba por su cercanía; unos metros más allá se distinguía el sisear de ofidio del Carlito, el tictac de un despertador de cuerda, el runrún de la heladera, el viento en los postigos de chapa de la ventana, los camiones que cruzaban el puente, la lejana vibración de un órgano eléctrico en alguna radio, casi en el límite de lo audible. Coloqué cada sonido junto a su par virtual en la pizarra de mi mente; en medio de estos trabajos se me hizo claro que había un sonido que había pasado por alto: un quejido de madera o de metal, periódico, muy agudo y leve, que provenía de algún lugar indeterminado de la casa. Lo había ignorado porque no tenía explicación de su origen; ahora que le daba toda la atención, se volvía más misterioso. Ya, de pronto, era una incógnita enorme, importantísima; mi mente se aceleró y se detuvo con un golpe. Ahora era imposible elaborar cualquier explicación para ese ruido.
Comencé a entrar en un estado que ya conocía y que me aterraba: una ansiedad que empezaba en el bajo vientre y subía por el cuerpo hasta la cabeza y la punta de los dedos, que me ponía frenético y me obligaba a moverme. Como si quedarse quieto fuera una imposibilidad fundamental de mi ser, y que si lo hacía iba a estallar, a volverme loco. En general esta sensación se apoderaba de mí en la escuela o haciendo los deberes, y las sacudidas epilépticas que terminaban dándome eran castigadas con penitencias o algún coscorrón. Claro que no era epilepsia, pero eran temblores y sacudidas igualmente incontrolables. Empecé, entonces, a sacudirme en silencio en mi jergón, al ritmo de los chillidos misteriosos. Lo peor era que los movimientos involuntarios no eran ningún alivio a la ansiedad, sino que hasta parecía que formaban un círculo vicioso donde se incitaban mutuamente. Luego de un rato de esto no aguanté más y me levanté. Como estaba vestido me calcé las zapatillas con velocidad y salí al pasillo en penumbras.
Nadie me había oído, al parecer; salí. El patio resplandecía suavemente con una luz acerada, rebotada de la plancha enrojecida del negro cielo, eternamente nublado. Crucé el embaldosado y me metí en la letrina encendiendo el foco mecánicamente. El olor del pozo negro era contundente; a dos metros de profundidad, miles de gusanos, larvas de mosca, reptaban unos sobre otros, restregándose los excrementos con todo el cuerpo como luchadoras en aceite. Oriné, generando desconcierto en la masa movediza, y por un instante imaginé con terror que las larvas se vengaban de mi saña en formas pavorosas. Regresé a la casa atravesando zonas de pura brea que cada tanto se cortaban con trozos de espejos de luz. Recordé levantar la puerta para evitar que arrastrara e hiciera ruido. En el pasillo reapareció el chillido; casi lo había olvidado. Me quedé parado cinco minutos en la oscuridad. Fue un rato muy largo. Me mimeticé con la oscuridad a un punto que supe que era invisible; mis ojos, abiertos como en un grito, parecían volverse hacia adentro como guantes de vidrio. Comencé a moverme tan lento que el tiempo me adelantaba en forma sensible. Cada paso demoraba muchas respiraciones; la ansiedad había desaparecido por completo y ahora me figuraba como un camaleón mimetizado con la oscuridad, avanzando imperceptiblemente hacia una presa sonora. El cui-cuic venía de la pieza de mi tía, y todas las líneas invisibles de la perspectiva en sombras me llevaban siguiendo un camino unidimensional, como un anillo enhebrado en un hilo tenso, hacia la puerta entreabierta.
Me propuse, como entretenimiento en el insomnio, separar mentalmente los sonidos e ir colocándolos en una grilla, comenzando por los sonidos más aparentes, como los que provenían del mismo cuarto. Por ejemplo, el ronquido de mi primo gemelo Miguel Ángel se destacaba por su cercanía; unos metros más allá se distinguía el sisear de ofidio del Carlito, el tictac de un despertador de cuerda, el runrún de la heladera, el viento en los postigos de chapa de la ventana, los camiones que cruzaban el puente, la lejana vibración de un órgano eléctrico en alguna radio, casi en el límite de lo audible. Coloqué cada sonido junto a su par virtual en la pizarra de mi mente; en medio de estos trabajos se me hizo claro que había un sonido que había pasado por alto: un quejido de madera o de metal, periódico, muy agudo y leve, que provenía de algún lugar indeterminado de la casa. Lo había ignorado porque no tenía explicación de su origen; ahora que le daba toda la atención, se volvía más misterioso. Ya, de pronto, era una incógnita enorme, importantísima; mi mente se aceleró y se detuvo con un golpe. Ahora era imposible elaborar cualquier explicación para ese ruido.
Comencé a entrar en un estado que ya conocía y que me aterraba: una ansiedad que empezaba en el bajo vientre y subía por el cuerpo hasta la cabeza y la punta de los dedos, que me ponía frenético y me obligaba a moverme. Como si quedarse quieto fuera una imposibilidad fundamental de mi ser, y que si lo hacía iba a estallar, a volverme loco. En general esta sensación se apoderaba de mí en la escuela o haciendo los deberes, y las sacudidas epilépticas que terminaban dándome eran castigadas con penitencias o algún coscorrón. Claro que no era epilepsia, pero eran temblores y sacudidas igualmente incontrolables. Empecé, entonces, a sacudirme en silencio en mi jergón, al ritmo de los chillidos misteriosos. Lo peor era que los movimientos involuntarios no eran ningún alivio a la ansiedad, sino que hasta parecía que formaban un círculo vicioso donde se incitaban mutuamente. Luego de un rato de esto no aguanté más y me levanté. Como estaba vestido me calcé las zapatillas con velocidad y salí al pasillo en penumbras.
Nadie me había oído, al parecer; salí. El patio resplandecía suavemente con una luz acerada, rebotada de la plancha enrojecida del negro cielo, eternamente nublado. Crucé el embaldosado y me metí en la letrina encendiendo el foco mecánicamente. El olor del pozo negro era contundente; a dos metros de profundidad, miles de gusanos, larvas de mosca, reptaban unos sobre otros, restregándose los excrementos con todo el cuerpo como luchadoras en aceite. Oriné, generando desconcierto en la masa movediza, y por un instante imaginé con terror que las larvas se vengaban de mi saña en formas pavorosas. Regresé a la casa atravesando zonas de pura brea que cada tanto se cortaban con trozos de espejos de luz. Recordé levantar la puerta para evitar que arrastrara e hiciera ruido. En el pasillo reapareció el chillido; casi lo había olvidado. Me quedé parado cinco minutos en la oscuridad. Fue un rato muy largo. Me mimeticé con la oscuridad a un punto que supe que era invisible; mis ojos, abiertos como en un grito, parecían volverse hacia adentro como guantes de vidrio. Comencé a moverme tan lento que el tiempo me adelantaba en forma sensible. Cada paso demoraba muchas respiraciones; la ansiedad había desaparecido por completo y ahora me figuraba como un camaleón mimetizado con la oscuridad, avanzando imperceptiblemente hacia una presa sonora. El cui-cuic venía de la pieza de mi tía, y todas las líneas invisibles de la perspectiva en sombras me llevaban siguiendo un camino unidimensional, como un anillo enhebrado en un hilo tenso, hacia la puerta entreabierta.