martes, 30 de junio de 2009

La última noche

En el montón de frazadas rancias en el suelo que hacían mi cama estaba yo, sintiendo cómo un zoom inacabable chupaba la tierra, América del Sur, Buenos Aires, el Docke, el grupo de casillas al costado de la vía, el cuarto, el montón de frazadas rancias donde estaba yo, en el cuarto de mis primos, sin poder dormir, en la segunda madrugada que pasaba acompañando a mi abuela en un tour de fin de semana para que asistiera al Culto Pentecostal. El zoom, entretanto, había vuelto a comenzar, y me veía desde arriba en la oscuridad, los ojos abiertos ardiendo a causa de no parpadear en la oscuridad. El silencio destacaba lo audible, un cuerpo de sonidos que se comportaba en forma coherente, como un sistema, de tal manera que era casi imposible analizar las partes que lo componían, separar los ruidos individuales en esa masa sonora resultante que se asemejaba a la idea clásica del sonido del mar, y que yo había oído únicamente en grabaciones y caracoles.
Me propuse, como entretenimiento en el insomnio, separar mentalmente los sonidos e ir colocándolos en una grilla, comenzando por los sonidos más aparentes, como los que provenían del mismo cuarto. Por ejemplo, el ronquido de mi primo gemelo Miguel Ángel se destacaba por su cercanía; unos metros más allá se distinguía el sisear de ofidio del Carlito, el tictac de un despertador de cuerda, el runrún de la heladera, el viento en los postigos de chapa de la ventana, los camiones que cruzaban el puente, la lejana vibración de un órgano eléctrico en alguna radio, casi en el límite de lo audible. Coloqué cada sonido junto a su par virtual en la pizarra de mi mente; en medio de estos trabajos se me hizo claro que había un sonido que había pasado por alto: un quejido de madera o de metal, periódico, muy agudo y leve, que provenía de algún lugar indeterminado de la casa. Lo había ignorado porque no tenía explicación de su origen; ahora que le daba toda la atención, se volvía más misterioso. Ya, de pronto, era una incógnita enorme, importantísima; mi mente se aceleró y se detuvo con un golpe. Ahora era imposible elaborar cualquier explicación para ese ruido.
Comencé a entrar en un estado que ya conocía y que me aterraba: una ansiedad que empezaba en el bajo vientre y subía por el cuerpo hasta la cabeza y la punta de los dedos, que me ponía frenético y me obligaba a moverme. Como si quedarse quieto fuera una imposibilidad fundamental de mi ser, y que si lo hacía iba a estallar, a volverme loco. En general esta sensación se apoderaba de mí en la escuela o haciendo los deberes, y las sacudidas epilépticas que terminaban dándome eran castigadas con penitencias o algún coscorrón. Claro que no era epilepsia, pero eran temblores y sacudidas igualmente incontrolables. Empecé, entonces, a sacudirme en silencio en mi jergón, al ritmo de los chillidos misteriosos. Lo peor era que los movimientos involuntarios no eran ningún alivio a la ansiedad, sino que hasta parecía que formaban un círculo vicioso donde se incitaban mutuamente. Luego de un rato de esto no aguanté más y me levanté. Como estaba vestido me calcé las zapatillas con velocidad y salí al pasillo en penumbras.
Nadie me había oído, al parecer; salí. El patio resplandecía suavemente con una luz acerada, rebotada de la plancha enrojecida del negro cielo, eternamente nublado. Crucé el embaldosado y me metí en la letrina encendiendo el foco mecánicamente. El olor del pozo negro era contundente; a dos metros de profundidad, miles de gusanos, larvas de mosca, reptaban unos sobre otros, restregándose los excrementos con todo el cuerpo como luchadoras en aceite. Oriné, generando desconcierto en la masa movediza, y por un instante imaginé con terror que las larvas se vengaban de mi saña en formas pavorosas. Regresé a la casa atravesando zonas de pura brea que cada tanto se cortaban con trozos de espejos de luz. Recordé levantar la puerta para evitar que arrastrara e hiciera ruido. En el pasillo reapareció el chillido; casi lo había olvidado. Me quedé parado cinco minutos en la oscuridad. Fue un rato muy largo. Me mimeticé con la oscuridad a un punto que supe que era invisible; mis ojos, abiertos como en un grito, parecían volverse hacia adentro como guantes de vidrio. Comencé a moverme tan lento que el tiempo me adelantaba en forma sensible. Cada paso demoraba muchas respiraciones; la ansiedad había desaparecido por completo y ahora me figuraba como un camaleón mimetizado con la oscuridad, avanzando imperceptiblemente hacia una presa sonora. El cui-cuic venía de la pieza de mi tía, y todas las líneas invisibles de la perspectiva en sombras me llevaban siguiendo un camino unidimensional, como un anillo enhebrado en un hilo tenso, hacia la puerta entreabierta.

viernes, 19 de junio de 2009

La unción

En el fondo del templito, parado a mi derecha, Miguel Ángel se balanceaba levemente hacia los lados, las piernas separadas, los ojos y la boca entreabiertos, la respiración caliente y agitada. Momentos antes, cuando la feligresía se había manifestado colectivamente culpable de fornicación y adulterio, Miguel Angel había entrado en una especie de frenesí y me había aferrado del brazo con una mano como una garra. Hacía un par de años en un baldío de Turdera yo había sido testigo de un acto sexual: el Canguro, un chico del barrio de nuestra edad pero más desarrollado físicamente le había dado por el culo al Tanito Fizz, otro vecinito - mis padres decían que tenía un retraso mental- adentro de una zanja excavada para los cimientos de una obra. Varios niños observamos el acto -no violación, porque el Tanito era consentidor- desde los bordes de la zanja, en ángulo picado. Duró pocos minutos. La aceleración en el vaivén concluyó con violencia, el Tanito limpiándose la cola con unos diarios viejos que estaban tirados por ahí, Canguro ruborizado, respirando ruidosamente y con un rictus que le deformaba el rostro. Miguel Angel, cuando la gente comenzó a ponerse de pie, me recordó el placer del orgasmo del Canguro, del que había sido voyeur sin saber aún qué era un voyeur ni qué era un orgasmo.
La ola llegó y se fue: la acusación de Talavera se diluyó en su consecuencia y casi de inmediato todos estaban sentados. Talavera siguió predicando como si nada hubiera sucedido, aunque se notaba a las mujeres más ocultas detrás de sus rebozos y a los hombres más hieráticos, la cabeza gacha y la negrura de la boca orando en silencio. Cuando parecía que el oficio estaba finalizando un vagido comenzó a mezclarse con las sanatas de Talavera. Un bebé que estaba tapado contra el pecho de su madre lloraba cada vez más desaforadamente. El pastor elevó la voz y solicitó a la hermana madre que subiera con el niño a la tarima que hacía las veces de altar; fugazmente se me cruzó una estampa de la Biblia que había en mi casa, ilustrada con grabados: la escena donde Abraham es obligado por Jehová a darle a su hijo en sacrificio. En verdad parecía que el culto iba a acabar con una escena fuertemente teatral: Talavera elevaba al bebé -que no dejaba de aumentar la intensidad de sus berridos- como en una eucaristía caníbal mientras la madre dejaba hacer, los brazos caídos a los lados del cuerpo, la mirada fija en el suelo. El pastor sacó de algún lado una botellita color caramelo y declaró que iba a ungir a la criatura para quitarle el demonio. Recordé que mi abuela solía recurrir al expediente de la unción, algo que me desagradaba mucho. Mientras oraba con los ojos cerrados con fuerza, de una botellita similar a la del pastor se arrojaba un chorro de aceite de cocina en la coronilla y luego se envolvía la cabeza con el rebozo; el olor a aceite rancio inundaba la ya olorosa habitación. Talavera sostuvo la nuca del crío -que se debatía como si de veras estuviese poseso- recitando un exorcismo rudimentario; el chorro de aceite vaciló un instante sobre su calva, y finalmente un hilo amarillento corrió sobre su frente.
El bebé calló de inmediato. Nos envolvió un silencio absoluto; pareció que en ese instante todo se congelaba: mi respiración, la sangre en las venas, los fotones emitidos por las bombitas de 60 wats, incluso los inmensos planetas que se movían en el espacio y me producían un vértigo abisal cuando pensaba en ellos. No se trataba de que la película del tiempo se hubiera clavado en un fotograma; como en una epifanía profética, ese instante era eterno y contenía todo el tiempo y todo el movimiento del universo. La sensación de infinitud y totalidad permaneció suspendida durante un parpadeo; la madre volvía a su asiento con el bebé dormido; los hermanos comenzaron a desafinar el himno con el que concluía el culto. Oí un sollozo contenido, casi imperceptible; Miguel Ángel temblaba en el rincón y se tapaba el rostro con las manos. Deslizándose por mis mejillas, mis lágrimas goteaban desde mi pera y eran absorbidas por el piso de tierra apisonada.

lunes, 21 de abril de 2008

El oficio

Recién venidos de la oscuridad de la noche, chorreando excesos, alcoholizados, atarantados de humo de tabaco y pool, ahítos de dinero mal habido regalado en vueltas de bar, a manos llenas, saturados los ojos de imágenes brillosas, grasientas, bocas de negrura desdentada, antebrazos ilustrados tumberamente con piolín, aguja y birome; yo aterrado de estar allí, rígido por no demostrarlo, callado sin llamar la atención, pinchando a la culpa con el filo del vértigo para que su burbuja se formase de nuevo a los pocos segundos, él, elevándose en su actitud desenvuelta de chico corrompido, ya sin retorno, a codazos entre los hombres degradados, como un igual, exagerando el gesto de entrecerrar el ojo al inclinarse sobre la mesa de pool, el contacto con el suelo justificado por la punta de un pie, el cigarrillo en la comisura de la boca.
Al final de la última partida de pool Miguel Ángel me había hecho un gesto con la cabeza y habíamos encarado hacia el Templo, con la intención no del todo hecha consciente de trasladar el espíritu pagano del bar, lleno de humo y alcohol, embebido de la metáfora burda de quién metía más bolas en una abertura, al lastimoso galponcito de madera ennegrecida con aceite de motor usado que, enclavado en la mitad de un pasillo de barro, ya estaba atestado de las oscuras sombras que eran los feligreses, las mujeres anónimas detrás del rebozo, los niños narcotizados por las amenazas del infierno, los hombres casi invisibles, irreales, deslavados dentro del uniforme dominguero: jeans blanqueados por lavados innumerables, camisas a cuadros, jopos humedecidos y modelados como una arcilla aceitosa por un golpe de peine fino.
Nos quedamos parados en el fondo. La sonrisita irónica que mi primo gemelo ensayaba y me había contagiado era, en ese momento, o una manifestación real del cinismo que manejaba fuera del universo familiar, o una pose que se iría diluyendo rápidamente en la potencia ritual que emanaba de la masa de feligreses, a la que costaba ver como compuesta por entidades individuales. Al menos yo dejé casi de inmediato de revolverme, arriba y abajo, en las turbulentas sacudidas que caracterizaban a mi espacio interior: el efecto dramático que producía lo que estaba ocurriendo dentro de la barraca que era el templo me atrapó y se llevó mi atención levitando -como el hilo de vapor surgido de una tarta puesta a enfriar en el alfeizar de una ventana, que adoptaba la forma de una manito y arrastraba de las narices, por el aire, al hambriento héroe de turno en los dibujitos que miraba por las tardes- hasta el rústico tablado elevado, el altar.
Talavera estaba transfigurado: costaba identificarlo con la persona que esa mañana devoraba plato tras plato de inmundo guisote. Se había vestido totalmente de negro con un traje que debía de haber pertenecido a un difunto más ancho de espaldas que el pastor; sin embargo, no lo desfavorecía como podría haberse esperado. Los surcos profundos de sus mejillas, rasuradas recientemente, le daban a su rostro un carácter sobrio, que junto con el traje y la gravedad de su expresión, conferían a su persona el aspecto de un pastor protestante del oeste americano, un ficcional cowboy-reverendo interpretado por William Defoe (en Mariposa Salvaje, de David Lynch). El sermón había comenzado no hacía mucho ya que Talavera enumeraba generalidades acerca de la organización de la comunidad y las fechas religiosas que se avecinaban. Movía los brazos en forma espasmódica pero no carente de gracia; su voz, con su cadencia litoraleña, apuntaba deliberadamente a arrullar los oídos, mesmerizando gradualmente la atención de la feligresía. En cierto momento, sin embargo, dejó de anunciar efemérides para meterse de lleno en otro terreno.
-Anoche tuve un sueño -dijo. El público se agitó murmurando en sus asientos-. Los sueños que tiene el pastor no son como esas diabólicas mescolanzas sin sentido que tienen ustedes, manga de pecadores: son revelaciones que vienen directo de Jehová. Soñé, o mejor, me fue revelado, que un hombre de esta comunidad, aprovechando que el marido estaba trabajando, entraba a la casilla de una hermana y la inducía a la fornicación.
Una exclamación mal contenida se elevó de los bancos. Todos los concurrentes se miraron unos a otros, buscando infructuosamente en las vestiduras o en los rostros ajenos una señal que mostrara el pecado.
-La identidad de los responsables de traer el adulterio a esta comunidad es ahora conocida por este pastor. Pero lo importante es que Dios sabe bien quiénes son. ¿Acaso pensaron, estúpidos pecadores -gritó- que El no se enteraría de sus asquerosidades?
Una mujer comenzó a sollozar espasmódicamente en la tercera fila. El marido, sentado a su lado, lentamente giró la cabeza, como si le costara muchísimo moverla, y se la quedó mirando. Pensé que estallaría en forma violenta pero, como en una versión fílmica de la vida de Espartaco que solían pasar en la tele los domingos (los legionarios preguntaban a una anónima masa de esclavos quién era su líder revolucionario; de a uno, todos daban un paso al frente y se atribuían la identidad de Espartaco) otro llanto comenzó a oírse a la derecha, y luego otro más, y otro. De golpe había cinco o siete mujeres llorando a los gritos dentro del Templo.

miércoles, 5 de septiembre de 2007

Panes y peces

Si durante mucho tiempo se observan los reflejos del sol en la superficie del agua, los iris de los ojos se cierran hasta un punto en el que el mundo se solariza: la gama tonal y cromática de todas las cosas se reduce a negros plenos y estallidos blancos. Si uno mueve la cabeza las manchas luminosas dejan estelas blandas que persisten al cerrar los ojos, gusanos fluorescentes contra un telón de sangre.
Pasado el mediodía me llamaron a almorzar. Había estado al menos dos horas acuclillado, vacío de pensamientos, y ya había superado hasta el entumecimiento de las pantorrillas mal irrigadas por la posición. Más aletargado que al dormir, sólo percibía mi ceguera solar y el sordo runrún de la sangre en los oídos. Quién sabe cuantas veces me habían gritado que fuera a la mesa. Con una serie de movimientos torpes, descoordinados, me paré e intenté ver a mi alrededor.
Algo había cambiado en el sutil equilibrio dado entre los habitantes de las casillas: como garañones en primavera, todos tenían una excitación química que se respiraba en el aire, un influjo nervioso imposible de soslayar. Las mujeres iban y venían taconeando ruidosamente, chancleteando, pisando los vencidos contrafuertes de sus zapatones negros, llevando vajilla y fuentes con comida; los niños se acurrucaban con miedo fuera de su camino como perros mestizos y hasta casi no se oían las radios cumbiamberas de los vecinos que no eran religiosos, lleno el espacio sonoro por las agudas y nasales interjecciones de ansiedad mal disimulada. Al asomarme a la cocina-comedor -cuando me acostumbré a la diferencia de iluminación- descubrí la causa de revuelo: el representante de Cristo en la tierra, el portador de la palabra de Jehová, el guía espiritual del grupo de desposeídos pentecostales de villa Tranquila, el Pastor Talavera, se encontraba sentado en la cabecera de la mesa, con la actitud de un rey que acepta la pleitesía y las dádivas de sus súdbitos con la gravedad del que se subordina a su rol (aunque se trate de la cabeza de la jerarquía) tanto como el último plebeyo del reino.
En la comunidad pentecostal los adultos comían primero. En las rondas de mate con sus amigos mi madre dejaba para el final de su crítica este hecho que a su ver era uno de los más atroces. Talavera había determinado el escalafón de comensales con un criterio curioso: los niños debían comer lo que sobraba del almuerzo de los adultos porque su formación religiosa recién comenzaba, lo que los hacía más imperfectos que un adulto evangelizado. Por otra parte no aportaban nada a la comunidad, que se nutría de los diezmos. Las primicias eran para el pastor, que por sostener con su poder espiritual a toda la parroquia, debía ser retribuido con su manutención; los niños eran como las flores del campo o los pajarillos, de manera que se les aplicaba la máxima "Dios proveerá".
Cuando entré a la habitación, Talavera ya había dado cuenta del primer plato del almuerzo, un bodrio a medio camino entre el guiso y el puchero. Era extremadamente flaco y bastante alto, lleno de ángulos y salientes como una bolsa llena de leña. Su abundante cabellera hacía un jopo hacia atrás, fijada por su propia grasitud, desparramada parejamente con cuatro golpes de peine fino húmedo. Era evidente que todo lo que tenía puesto, camisa, pantalones y zapatos, había sido provisto, lavado y planchado por las hermanas, aunque no sabía de dónde me venía esa certeza. Si se fijó en mi entrada, no me lo hizo saber con ningún gesto. Parecía muy interesado en la llegada del segundo plato del guisote, echando miradas de soslayo cada pocos segundos al extremo del cuarto donde estaba la cocina; al poco tiempo pareció darse cuenta de lo evidente de su gula y, para disimular, observó a su alrededor, buscando algo que lo inspirara para improvisar un sermón informal. A su lado, en la punta de un banco largo, se había deslizado poco antes, inadvertidamente, mi primo Carlito. Tenía este chico de diez años una forma de moverse que combinaba el arrastrarse de un cuadrúpedo carroñero con la gracia de una serpiente, estática y a la vez en movimiento. Solía entrar a las habitaciones lenta y silenciosamente, como quien no quiere molestar, y sentarse en un rincón donde su piel oscura (era el único de la familia en que el calificativo de “negro” se refería al real color de la piel; salvo él, de color achocolatado, los demás parientes, con las variaciones tonales esperables, éramos criollos típicos, ni blancos ni tintos) lo mimetizara entre las sombras para quedarse escuchando las conversaciones hechas de murmullos de los adultos, con el grueso labio inferior colgando como un percebe violáceo y la cabeza gacha, los ojos casi en blanco, sin un solo destello que delatara a través de las pestañas entornadas que había actividad cerebral a tan sólo dos centímetros más adentro de su cráneo. En el paneo que Talavera venía haciendo en busca de la página del Libro Universal que él traduciría en Palabra, los hinchados cachetes de mi primo quedaron en primer plano.
-Tu madre -dijo con un acento que hacía más ostensible el parecido que tienen los paraguayos con los mexicanos en la forma de hablar- me dijo esta mañana que amanecistes con dolor de diente. Y eso seguro que te pasa porque ayer (pronunciaba casi “acher”) dijistes mala palabra. Jehová hincó su rayo (“racho”) por tu muela para que escarmiente en el dolor y ya no maldiciendo más, alejándote del Mundo que te enseña nada más que grosería y degeneración, seas salvo. Gloria a Dios. Y ahora no va a comer y va a reflesionar ayunando en tu pecado hasta que se le vaya el dolor y se cure tu diente por milagro de nuestro Señor Jesús. Vaya nomá.
Carlito se fue al patio rápidamente. Me pareció hasta algo aliviado por la penitencia del ayuno; de todas maneras el flemón que le deformaba la cara no iba a dejarlo comer demasiado. El pastor Talavera entretanto giraba la cabeza en dirección al plato de comida que se acercaba traído por la tía Peti, al que habían adicionado la porción de Carlito. Su enorme y movediza nuez de Adán, más deforme todavía por el escorzo al que se veía forzado su cuello, subía y bajaba anticipándose a la segunda parte del almuerzo, alborozada, como relamiéndose por la hábil estratagema mística de Talavera, que había aumentado la porción del guiso tal y como aquella vez, la de los panes y los peces.

jueves, 16 de agosto de 2007

No toda es vigilia

Como niños en la mañana del día Reyes que, despertándose al amanecer a causa de la excitación por los regalos, deambulan haciendo ruido por toda la casa, y terminan metiéndose en la cama de sus padres para obligarlos a levantarse, mis sentidos se adelantaron a mi despertar, poblando los sueños de madrugada con material recogido en el entorno de mi cama, improvisada en el suelo del cuarto de mis primos: los ruidos de vajilla, olores indefinidos y la sinestésica mezcla de calor y color rojo que produce la luz solar al incidir en los párpados, crearon un gradiente del sueño a la vigilia que concluyó cuando aparté las cobijas y tambaleé hasta el otro cuarto, donde el resto de la familia desayunaba.
Había como diez personas alrededor de la rústica mesa hecha de tablones y caballetes. Sin lavarme ni arreglarme (había dormido vestido) me escurrí levemente, ubicándome en una esquina de la mesa; casi sin mirarme mi tía Peti me repartió una taza de mate cocido y una ajada factura de crema pastelera que mis primos más pequeños habían mendigado la tarde anterior en una panadería de Barracas, con el cuento de que eran internados en un Cotolengo. Dos "hermanas" con sus hijos desayunaban junto a mi parentela; las mujeres mostraban un aire en común con mi tía, un estilo en el cuerpo y la ropa que me hacía confundirlas cuando las observaba tangencialmente, al sorber de la taza. Los mismos rodetes canosos, los mismos cuerpos rechonchos engordados a harinas y frituras, las mismas ropas extraídas al azar de paquetes de donaciones. Entre los acólitos no había casi actividades que se ciñeran únicamente al grupo familiar; los actos más importantes, como las comidas o los baños (con agua calentada en la cocina, en enormes cacerolas) se realizaban colectivamente, entre las tres o cuatro familias que ocupaban ese sector de la villa. Mi primo Carlito se quejaba de dolor de muelas lloriqueando sin dejar de comer un vigilante; mi tía Peti preparó un poco de salmuera con agua de la pava y lo mandó a hacerse buches afuera. El resto de los niños tomamos eso como una señal de que el desayuno había terminado y murmurando "Gloriadios" salimos en tropel al patio.
Miguel Angel, el primo gemelo, no estaba por ningún lado. No había querido preguntar por él en la mesa, y ahora, al sol cálido de las diez, en este invierno que engañaba con querer terminar, tampoco tenía ganas de salir a buscarlo. Una zona oscura que se envalentonaba en las afueras de mi conciencia quería entrar de sopetón, pero a la vez un miedo sordo, autónomo, se apañaba para mantenerla a raya. Sabía que la noche anterior habían pasado ciertas cosas, que el detalle de los hechos presionaba desde esa oscuridad tangencial para cruzar a la zona de las culpas y provocar terribles lamentaciones en el niño que todavía era, pero la fuerza del día, el brillo verde casi plástico de las espadas de San Antonio que bordeaban la laguna, la vida que se manifestaba hasta en las parábolas líquidas que dibujaba Carlito en un ángulo del patio cada vez que escupía los buches, me ayudaban a mantenerme en un estado de inmediatez absoluta, la mente ocupada entera en las manifestaciones de la realidad material que me rodeaba. Más allá, en las gelatinosa superficie de la laguna podrida, brillantes manchas que reflejaban la luz como diamantes diluyéndose atraían mi mirada en forma hipnótica; me deslizaba sin moverme por un túnel construido sobre la dirección de la mirada: todo mi ser se acercaba sobre mi atención capturada hacia los brillos del agua, como si la vista consistiera en un rayo que emitían los ojos; como si el estupor en el que me sumergía cada vez que me rozaba lo absoluto me devolviera a un estado de existencia mineral, del que sospechaba que más tarde o más temprano ya no querría ni podría desprenderme.

domingo, 8 de julio de 2007

Anguilas para un boliviano

Che, Miguel, yo no tengo plata.
¿Y para qué querés plata?
¿No vamos a las casitas de Maciel?
Claro, boludo Risas agudas, exageradas, agarrándose el estómago ¿Y para qué pensás que vamos a las casitas? ¿A gastar plata? Al contrario; vamos a volver con algo de filo. Te vas a poder comprar caramelos. Más risas y visajes de ojos.
Estábamos sentados en el borde de una vieja estructura de chapa en el techo de una construcción abandonada, una caja de ladrillo con entrada para autos, originalmente cerrada con una cortina metálica, llena ahora de escombros y basuras. El adefesio de metal oxidado en el que estábamos sentados había sido un cartel o una torre; desde la altura en la que estábamos podíamos entrever los patios de las casas de alrededor: entre basuras, escombros y muebles rotos, brillaban en la oscuridad, con un eco plateado, los dorsos de las hojas de los cardos, como espejos velados.
Miguel Ángel se arqueó y sacó algo del costado del cuerpo. Me mostró el revólver; era pavonado, tristemente pequeño, y había perdido una de las cachas de plástico color marfil.
Te apuesto que si me pongo ahí nomás, allá abajo, vos me vaciás la ruleta y no me pegás un solo tiro. La bala del 22 es como una anguila, va haciendo eses.
¿Y qué vamos a hacer con el chumbo? Dije, haciéndome el entendido.
Las casitas están por allá, a dos cuadras; por esta esquina tienen que pasar todos los paganinis que van a ponerla. Nosotros les tiramos desde acá arriba y después los afanamos.
¿Y si matamos a alguno?
Ya maté a unos cuantos, gil; quién te creés que soy.
Miguel Ángel se veía más nervioso de lo que denotaban sus susurros; sentía cómo la brisa fría del descampado arrastraba hasta mí el acre olor a chivo de mi primo gemelo. Yo hacía rato que estaba en un estado de despersonalización: desde hacía horas, observaba lo que me ocurría desde un lugar externo, desapasionado; estaba dentro de una película pero tenía tan poco control de los hechos como sobre una proyección cinematográfica. Carecía incluso de la voluntad necesaria para comenzar cualquier movimiento. Me dejaba llevar suavemente al abismo de obedecer las directivas que mi primo me hacía con los ojos, con leves movimientos de los hombros.
Un bulto venía balanceándose a una cuadra de distancia, envuelto en las hebras de la neblina nocturna. Miguel Ángel hizo un ademán silencioso y me deslicé abajo por la escalera herrumbrada. Corriendo agachado, como había visto en las series bélicas de la tele, llegué hasta un auto quemado abandonado en la esquina sin que el hombre me notara. Probablemente estuviera tan borracho que no notaba nada. La oscuridad casi total, manifestándose con mayor fuerza dentro de la caja húmeda y devastada del auto incendiado, resaltada por la luz de un sórdido farol halógeno a dos o tres cuadras, me daba un bienestar de láudano, cobijado dentro de este útero ruinoso como un feto mecánico que se negara a nacer en un mundo postapocalíptico.  En el mismo momento en que el boliviano pasó tambaleándose frente a mi escondite sonaron los disparos: grotescos chasquidos de vodevil, tan fuera de lugar en la noche silenciosa y tan torpes como la caída eterna y el quejido ahogado del hombre, al que me acerqué y comencé a revisarle los bolsillos.

martes, 3 de julio de 2007

El Cruce (lo que se dice "off topic")



La gente de la editorial independiente Carne Argentina tuvo la amabilidad de invitarme a leer un par de capítulos de El cultito en las coordenadas espaciotemporales que explaya el anuncio de arriba. Allí estaremos El cultito y yo. Quedan cordialmente invitados todos los demás.