sábado, 19 de mayo de 2007

El encuentro en la laguna podrida

Saliendo de las casillas, hacia ninguna parte, de pronto me topé con una laguna pequeña, que del lado en el que estaba se encontraba llena de basuras, maderas podridas, perros muertos. El agua brillaba enfermiza (o muerta) entre las latas de aceite: la superficie se irisaba en tonalidades ajenas a la vida, pero vivas ellas mismas. Hacia el horizonte la laguna se transformaba en un totoral gris: por un momento creí que las ramas estaban hechas con tubos de cartón. Más atrás el paisaje terminaba en los fondos de una enorme fábrica de productos químicos; las aguas de la laguna probablemente fueran sus efluentes contaminados. El cielo exponía uno de esos atardeceres increíbles, de colores bellísimos, que están causados por alguna catástrofe volcánica en la otra punta del mundo; las dos mitades que hacían el relato que yo leía -sin saber que estaba leyendo- se sostenían una a la otra, la tierra gris y podrida y el cielo multicolor ¿habitado? por Dios; sin embargo, esa puesta en escena hecha de degradación y basura combinada con el espectáculo más sublime, la mierda con un cielo de Atalaya, estaba más relacionada con mi propio interior, con la fisura que se iba profundizando lentamente, sin que yo lo supiera, en mi más íntima porcelana; como si todo aquello que se iniciaba en aquel volcán que desplazaba todas las escalas durante un instante aterrador en el que la humanidad tomaba conciencia de su insignificante dimensión, dejando el recuerdo de la ruptura de las reglas -del carácter circunstancial de las reglas- escrito durante semanas en el cielo, en la forma de un atardecer extraordinario, no fuera más que la exteriorización de un proceso que ocurría dentro de la órbita de mi intimidad.
Con un sobresalto advertí que durante todo el tiempo en que me había quedado reflexionando acerca de lo que el paisaje tenía de signo de mí mismo alguien más había formado parte de él; parado sobre una pila de maderas rotas y podridas, recortado contra el cielo coloreado, mi primo gemelo Miguel Ángel sonreía a contraluz; todos sus dientes brillaban y su mirada expresaba alegría o ironía. Imprimía un balanceo al tablón veteado de gris sobre el que estaba parado; cada vez que bajaba, el tablón cacheteaba el agua aceitosa; cada vez que subía, su cabeza se rodeaba de la aureola multicolor, fabulosa pero menguante, del cielo vespertino.

martes, 1 de mayo de 2007

El cuarto de los primos

Entré al cuarto donde dormían mis primos. El piso de madera crujía con cada paso, como si las vigas que sostenían el machimbre hubieran desaparecido; pensé con cierto desasosiego en la oscura sima que bajo el oscilante piso se poblaba de alimañas imaginarias y basuras sin nombre. Si actuaba con brusquedad las tablas amenazaban con enviarme a conocer aquel tártaro. Lentamente me acerqué a una de las camas. Las cobijas, de color indefinido, transmitían a los ojos sensaciones reservadas al sentido del tacto: eran tan intensas las cualidades táctiles de ese lecho, lo húmedo y pegajoso, lo áspero y lo mórbido de esas sábanas, que se transmitían al espacio circundante, y atacaban por igual a todos los sentidos. El sentido del olfato había quedado sobresaturado desde que había llegado a la villa; si bien no todos los olores eran desagradables, había siempre en la mezcla que atacaba mi nariz notas discordantes que afectaban al conjunto. Un olor en particular, omnipresente, me había mantenido en ascuas varias horas hasta que pude identificar al menos el reino del que provenía, un olor animal que terminé atribuyendo a la grasa que emanaban las comidas y que se adhería a las cosas y las paredes, sumado a una agria pátina de leche podrida.

Entre el paisaje olfativo que construía el espacio comprendido entre las paredes de tablones del cuarto, una hebra se apoderó de mi voluntad y me fue arrastrando por el aire, como tantas veces había visto en la TV que les sucedía a los personajes animados, levitando sujetos de la nariz por el extremo convertido en etérea mano de una hebra de vapor surgida de las entrañas de una tarta o un pastel. Me encontré subido a la cama, sintiendo en las palmas de las manos la humedad que impregnaba las sábanas. En el centro de la cama destendida, una circular mancha brillante era el origen de la mano invisible que me había atraído magnéticamente. Acerqué involuntariamente -o con una voluntad recién estrenada, originada en otro distrito nuevo de mi psiquis- el rostro al charquito de tela. Era un olor a todo lo húmedo, animal y viscoso que conocía, con una nota ácida y enloquecedora. Me quedé olisqueando el olor repugnante, insoportable, irresistible.

Un salto me aferró por los cabellos de la nuca, arrancándome de mi éxtasis olfativo. Las cobijas apiladas a los pies de la cama se habían movido, y yo observé ya desde cerca de la puerta del cuarto cómo, semidormida, mi prima Silvina, de once años, se arrastraba hacia el piso, buscando sus zapatillas, vestida sólo con una remera de color indefinido. Agachada, buscando debajo de la cama,recibió la emanación de la mancha que había olido, una línea imaginaria que atravesaba el aire, reflejándose, chapoteando en una sinuosa baba de caracol que se desprendía morosamente por la cara interior de su muslo oscuro.