viernes, 19 de junio de 2009

La unción

En el fondo del templito, parado a mi derecha, Miguel Ángel se balanceaba levemente hacia los lados, las piernas separadas, los ojos y la boca entreabiertos, la respiración caliente y agitada. Momentos antes, cuando la feligresía se había manifestado colectivamente culpable de fornicación y adulterio, Miguel Angel había entrado en una especie de frenesí y me había aferrado del brazo con una mano como una garra. Hacía un par de años en un baldío de Turdera yo había sido testigo de un acto sexual: el Canguro, un chico del barrio de nuestra edad pero más desarrollado físicamente le había dado por el culo al Tanito Fizz, otro vecinito - mis padres decían que tenía un retraso mental- adentro de una zanja excavada para los cimientos de una obra. Varios niños observamos el acto -no violación, porque el Tanito era consentidor- desde los bordes de la zanja, en ángulo picado. Duró pocos minutos. La aceleración en el vaivén concluyó con violencia, el Tanito limpiándose la cola con unos diarios viejos que estaban tirados por ahí, Canguro ruborizado, respirando ruidosamente y con un rictus que le deformaba el rostro. Miguel Angel, cuando la gente comenzó a ponerse de pie, me recordó el placer del orgasmo del Canguro, del que había sido voyeur sin saber aún qué era un voyeur ni qué era un orgasmo.
La ola llegó y se fue: la acusación de Talavera se diluyó en su consecuencia y casi de inmediato todos estaban sentados. Talavera siguió predicando como si nada hubiera sucedido, aunque se notaba a las mujeres más ocultas detrás de sus rebozos y a los hombres más hieráticos, la cabeza gacha y la negrura de la boca orando en silencio. Cuando parecía que el oficio estaba finalizando un vagido comenzó a mezclarse con las sanatas de Talavera. Un bebé que estaba tapado contra el pecho de su madre lloraba cada vez más desaforadamente. El pastor elevó la voz y solicitó a la hermana madre que subiera con el niño a la tarima que hacía las veces de altar; fugazmente se me cruzó una estampa de la Biblia que había en mi casa, ilustrada con grabados: la escena donde Abraham es obligado por Jehová a darle a su hijo en sacrificio. En verdad parecía que el culto iba a acabar con una escena fuertemente teatral: Talavera elevaba al bebé -que no dejaba de aumentar la intensidad de sus berridos- como en una eucaristía caníbal mientras la madre dejaba hacer, los brazos caídos a los lados del cuerpo, la mirada fija en el suelo. El pastor sacó de algún lado una botellita color caramelo y declaró que iba a ungir a la criatura para quitarle el demonio. Recordé que mi abuela solía recurrir al expediente de la unción, algo que me desagradaba mucho. Mientras oraba con los ojos cerrados con fuerza, de una botellita similar a la del pastor se arrojaba un chorro de aceite de cocina en la coronilla y luego se envolvía la cabeza con el rebozo; el olor a aceite rancio inundaba la ya olorosa habitación. Talavera sostuvo la nuca del crío -que se debatía como si de veras estuviese poseso- recitando un exorcismo rudimentario; el chorro de aceite vaciló un instante sobre su calva, y finalmente un hilo amarillento corrió sobre su frente.
El bebé calló de inmediato. Nos envolvió un silencio absoluto; pareció que en ese instante todo se congelaba: mi respiración, la sangre en las venas, los fotones emitidos por las bombitas de 60 wats, incluso los inmensos planetas que se movían en el espacio y me producían un vértigo abisal cuando pensaba en ellos. No se trataba de que la película del tiempo se hubiera clavado en un fotograma; como en una epifanía profética, ese instante era eterno y contenía todo el tiempo y todo el movimiento del universo. La sensación de infinitud y totalidad permaneció suspendida durante un parpadeo; la madre volvía a su asiento con el bebé dormido; los hermanos comenzaron a desafinar el himno con el que concluía el culto. Oí un sollozo contenido, casi imperceptible; Miguel Ángel temblaba en el rincón y se tapaba el rostro con las manos. Deslizándose por mis mejillas, mis lágrimas goteaban desde mi pera y eran absorbidas por el piso de tierra apisonada.

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