domingo, 24 de junio de 2007

La baba del Diablo

La Isla Maciel no es en realidad una isla, se trata de una península pantanosa que está rodeada por un meandro del Riachuelo llamado Vuelta de Badaracco. Del lado de provincia se puede acceder desde la estación Buenos Aires (como si los héroes de las novelas se bajaran allí, al final del viaje iniciático, de un tren oriundo de Europa, en una estación llena de vapor y mozos de cuerda), desde la Boca, en la ribera, por unas monedas, botes multicolores impulsados a remo por pintorescos patrones cruzan el Riachuelo aceitoso; al emerger a la ribera en las inmediaciones del puente Nicolás Avellaneda, comprendí que cruzaríamos a pie ese interminable pasaje onírico, retazo de autopista racionalista que se cierne sobre el Riachuelo negro, con sus escaleras mecánicas descompuestas desde siempre, sus graffitis; haríamos nocturna la interminable caminata aérea que ya había emprendido a la luz del día, gran trivializadora, en compañía de alguna tía. El hall, de noche, magnificaba sus proporciones de catedral militar para asemejarse a las imágenes turbias de mis lecturas fantásticas, contaminadas ya con ese barniz sucio y macabro que empezaba a imponerse a mi mirada, y que ya se perfilaba en el sesgo de las sombras de las escaleras, en la suciedad que era un continuo que abarcaba el puente, la calle, el cielo sin estrellas, en la corrupción que se olía en los rincones perdidos detrás de telarañas de oscuridad. Mi primo hermano parecía participar de mi ominosa catadura. Sin mediar palabras, se adelantaba dando zancadas de dos en dos escalones de madera, en las detenidas escaleras mecánicas, con determinación forzada hecha de gestos de baquía, de suficiencia villera, lo bastante para atraer, arrastrándome de un hilo, el sonámbulo devanar de una serie de hechos que ya no podría hilar en la madeja de mis días cotidianos.
Luego del ascenso a través de ingentes torres forradas con granito negro, accedimos al paso peatonal del puente, encerrado entre rejas de alambre tejido y en desnivel respecto de la calzada para autos, un metro más arriba, a la izquierda. Mi primo gemelo iba adelante con sus piernas largas y flacas. A mitad de camino nos detuvimos a mirar el Riachuelo, una cinta negra como la brea de la que estaba hecha, brillante como una calle mojada por la lluvia, surcada por uno de los últimos botes colectivos.
-¿Habrá pescados?- pregunté.
-¿Cómo éste?- respondió mi primo gemelo, agarrándose la entrepierna. –Si llega a haber alguno, debe estar hecho de barro, mierda y nafta.– Escupió hacia abajo de una forma rara, dejando caer una larga hilacha de baba con la boca como si estuviera tirando un beso. Cuando se cortó, el hilo de saliva flotó en el viento, un trazo de plata en la noche, ondulándose y bailando en forma fantántica, para finalmente romperse; su tensión superficial puesta en suspenso varios segundos recuperó de mala gana las obligaciones impuestas por la física, estallando en miles de gotitas de strass que, dibujando aún la forma de voluta del hilo de saliva de mi primo, cayeron lentamente contra el pizarrón del Riachuelo.
-La baba del Diablo- dijo Miguel Ángel, reanudando la marcha.

2 comentarios:

Rogelio Ferreyra dijo...

Baba, petróleo, charcos iridiscentes, caca... esto sigue siendo un asco, pero vamos, Tito, que la ponés!!
ehm... digo el personaje, claro...

TiTo A. dijo...

¡La pongo en el ángulo!
Dale que te gusta lo que da asco, dale que te gusta...