domingo, 8 de abril de 2007

Hacia el Docke

Tomamos el colectivo 51(el "Cañuelas") en la avenida Pavón. En realidad se trataba de la avenida Hipólito Irigoyen, paralela a las vías del ferrocarril Roca; la ruta principal de los ómnibus y vehículos medianos que se dirigen hacia y desde el sur, y que en algún punto preciso se transforma en la ruta provincial 210. Nosotros íbamos hacia el norte, a Avellaneda, donde se había criado mi madre y donde se había originado el error familiar de llamar Pavón a la avenida: en un breve tramo de cuadras, donde comenzaba, casi en la ribera del Riachuelo, el nombre de la calle -empedrada, ancha y antigua- sí remitía a aquella localidad que connotaba a su vez una batalla, un derramamiento de sangre. Pero ni la abuela ni yo sabíamos la genealogía de esa avenida: como si fuera el nombre de un objeto cualquiera, las asociaciones que eventualmente podría inducirnos la palabra Pavón si jugáramos con ella en un momento de aburrimiento (un semáforo mal ajustado en la Curva de Turdera, la demorada subida al micro de una larga cola de personas en una estación de ferrocarril) nos llevarían probablemente a la evocación del objeto en sí (la avenida misma) y no a las relaciones lingüísticas y etimológicas que haría alguien mayor -que yo- o más pulido -que mi abuela-.
El viaje era largo. Los colectivos tenían asientos dobles en ambas bandas, lo que los diferenciaban de los colectivos de la Capital (decir "la capital" es una forma de hacer saber que uno es de la provincia. Que uno debe viajar más de una hora para acceder al mundo mágico de las escaleras mecánicas). Mi abuela sacó boleto mientras que yo me deslizaba por el pasillo buscando un asiento de ventanilla. Me senté con la frente pegada al vidrio: la luz del día, que se azulaba al atravesar un film que cubría el vidrio de la ventanilla, me encandilaba y me aliviaba de ver los bamboleos torpes de mi abuela viniendo por el pasillo. Sus manos -que no podía dejar de ver, de todas maneras, dentro de mi cabeza- se aferraban como garras a los pasamanos que remataban los altos respaldos de los asientos. La abuela tenía los dedos deformados por la artritis; sus piernas también estaban combadas como paréntesis, y su rostro envejecido expresaba un dolor que aparentaba sentir siempre, ya fuera verdadero o falso. Desde que la tía Peti, la hermana mayor de mi madre, la había arrastrado a la apostasía de cambiar la Iglesia Católica, de la que había sido tan devota, por el Culto Pentecostal, su tendencia a la mortificación y al perpetuo sufrimiento, en lugar de desaparecer, había encontrado un sistema al que se adaptaba aún mejor. Sentada en el patio al sol, frente a su casa, en una sillita baja (que los paraguayos llaman silleta) rumiaba su dolor a diario, escandiéndolo regularmente con las frases "Gloria a Dios" y "añá membý", mientras peinaba sus largos cabellos negros de mestiza, casi sin canas, con un peine metálico. Las pequeñas liendres nacaradas, mezcladas con algunos cabellos arrancados, caían en un lienzo blanquísimo: sin detener su letanía automática, las aplastaba entre las uñas de los pulgares, produciendo un chasquido quitinoso.
Mi abuela iba desgranando los nombres de las localidades que íbamos atravesando. La avenida en casi todo el trayecto va paralela al ferrocarril Roca, nombrado así en honor al "Conquistador del Desierto". En aquel momento, sin embargo, ni la abuela ni yo notamos el absurdo que implica semejante título: tampoco reímos inventando nombradías parecidas, como "Amo de las Nubes" o "Abuelo de la Nada": me iba diciendo, como una letanía: "esto es Lomas de Zamora", "acá estamos en Banfield", "mirá: Lanús". Lanús es un lugar donde la avenida, que es ancha y empedrada, se hace aún más ancha, más empedrada, y pasa casi por la puerta de la estación del tren, a diferencia de las estaciones anteriores, que se distancian de la gran avenida por pocas pero siempre algunas cuadras. En Turdera, la estación más cercana al sitio donde habíamos tomado el colectivo, las vías cruzan la avenida en ángulo recto y, haciendo una amplia curva levógira, se colocan casi un kilómetro a su derecha; a partir de Temperley, la estación siguiente, las vías se acercan lentamente a la avenida Irigoyen, hasta que la vuelven a cruzar en diagonal por un puente ferroviario (en Turdera es al revés: la avenida pasa sobre las vías, sumergidas en un gran surco, con las paredes en talud, de unos cinco o seis metros de profundidad) justo antes de la estación Avellaneda. Entre la avenida y la estación Lanús hay una zona de ascenso y descenso de pasajeros de colectivos, tres o cuatro dársenas techadas con estructuras de hormigón que dan la sensación de ser pesadísimas: anchas columnas, de medio metro de espesor, espaciadas cuatro o cinco metros, sostienen una faja de hormigón muy alta, como de un metro de espesor, con unas estrías pretenciosas de modernidad, que recorre más de cincuenta metros a lo largo de las dársenas que no son más que veredas con calle de ambos lados.
Desde el colectivo, que se detuvo varios minutos a cargar y descargar pasajeros (Lanús es un importante centro de población) dejaba vagar los ojos sobre las cosas y la gente, aislándome detrás de mi mirada, creyendo sin saberlo que por mirar yo no era visto. A mi lado izquierdo mi abuela también desaparecía junto con todo el interior del colectivo, incluido mi cuerpo. La mirada establecía una regla: sólo existía lo que estaba del otro lado del vidrio, más allá de límite impuesto por la telaraña luminosa de una pedrada que cercaba mi ojo. Un afiche de circo que estaba pegado en una de las columnas resaltaba por sus colores en degradé; un amarillo intenso devenía azul marino; las colas de personas esperando colectivos, sus contornos desdibujados por mi mirada y sus abrigos, me tapaban las letras que anunciaban trapecistas y tigres. Bajo la luz grisácea de la tarde el afiche se mostraba roto y carcomido y me hizo creer que el circo ya no existía y sus animales habrían muerto o vagarían hambrientos por las vías desoladas del ferrocarril.
Después de Lanús quedaba poco viaje en el 51. Justo antes de que ascendiendo doblara, trabajosamente, la rampa del acceso al puente Pueyrredón, hacia el vertiginoso cruce del Riachuelo que abría las puertas de "la capital" y a la vez la limitaba, debíamos bajar, yo con un salto, mi abuela farfullando, agarrándose de todos los pasamanos y de todos los brazos que le ofrecían, incluso de aquellos que, desprevenidos, se encontraban al alcance de sus garras, y entonces, en esa parada llena de humo y locales cerrados hacía mucho -de veredas rotas, sus persianas metálicas oxidadas cubiertas con muchas capas encimadas y rotas de afiches de colores sucios-, aturdidos por el ruido de los innumerables colectivos que cruzaban el puente o agarraban para el lado de la avenida Mitre, esperar el colectivo de la línea 86, en compañía de otras personas que parecían también miembros de algún culto, uniformados con sus abrigos oscuros, ceñudos, torvos. Algunas mujeres de la cola hablaban en guaraní; mis abuelos entre ellos y con mi madre hablaban casi siempre en ese idioma y hasta hacía poco tiempo mis padres, mis hermanos y yo habíamos estado viviendo en Asunción. Habíamos pasado tres años en el Paraguay, desde el año 1977 en el que nos fuimos a buscar un mejor pasar, detrás de un montón de promesas de oropel que había dibujado en el aire mi tío Aníbal, un primo de mi madre paraguayo que estuvo de visita en Buenos Aires en aquel año. En Paraguay regenteaba una estación de servicios Esso y le iba "bien"; quería llevarse a mi padre a trabajar con él y terminó convenciendo también a mi madre. Primero fue mi padre solo con mi tío. A los pocos meses volvió, bronceado, satisfecho, a buscarnos; había ido y vuelto en avión (tuvo que sacar el pasaporte) y eso lo había convertido en otra persona. Cuando entró por la puerta la tarde de su regreso, vestido de traje, con corbata y una valija en cada mano, apenas levanté la mirada de los juguetes con los que dialogaba silenciosamente en el piso rojo de cemento alisado del living. Le dije "hola" con la misma intensidad que si lo hubiera visto irse pocos minutos atrás. Mi actitud sorprendió a mi madre, que no advirtió que para un niño el dolor de las ausencias, por prolongadas que sean, cicatriza de inmediato con el restablecimiento de aquello que se encontraba ausente. Sentí, sin embargo, la velada reprobación de mi madre, que me ordenó que me parara y le diera un beso de bienvenida. Lo hice.

8 comentarios:

A.P.Z. dijo...

Descripciones, sensaciones, que simple y que complejo.
Me continua lo emotivo y sigo con la ansiedad del: y entonces?

Blopa dijo...

Me gustó mucho más que el primer capítulo. En este el uso de la palabra se hace más austero y más honesto, y es cuando mejor escribís. Sin los giros rococós al mejor estilo Lugones, tus palabras se muestran más fuertes, más efectivas, más hermosas.

Kaitos dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Kaitos dijo...

Se me crisparon las neuronas al leer la descripción del viaje, del 51, de la estación Lanús...

shhh creo escuchar el ruido del tren acercándose, ¡esperemos! ... tiembla el puente peatonal. Ya podemos seguir cruzando.

Bello.

jajajajaja Perdón... ¡que vergüenza! Me equivoqué de interlocutor... menos mal que me sorprendió la duda y decidí corroborar... ¡Qué vergüenza!
jajajaja

Saludos

TiTo A. dijo...

No se preocupe, Kaitos, a veces yo también me confundo y pienso que soy Rogelio.
(No, mentira).
Me alegra un montón que pases por aquí, y que te guste mi trabajo.

Rogelio Ferreyra dijo...

¿Y yo que tengo que ver?

Anónimo dijo...

Me gusto mucho, para mi fue volver a vivenciar cosas de la niñez, recordar y conectarme a traves de la emocion.Gracias Tito por dejarme compartir estos texto un beso Sandra.

TiTo A. dijo...

Gracias, Sandra, por tu comentario. Me alegro de que te guste, en cualquier momento publico la terera parte.