domingo, 15 de abril de 2007

Llegando a Villa Tranquila

Poco tiempo después todos juntos partimos, en ómnibus, hacia Asunción. Las promesas del tío Aníbal no se cumplieron más que por una breve temporada, ya que mi padre perdió el empleo al poco tiempo; en la época de este relato, mi madre, mis hermanos y yo estábamos de vuelta en la Argentina para ver si ella podía ganar algo de dinero trabajando por horas para pagar las deudas contraídas en Asunción.
El contenido de lo que decían las mujeres de la parada de ómnibus en guaraní se fragmentaba en una multitud de sonidos en la que sólo unos pocos tenían sentido, pero mezclados con el ruido y la velocidad de sus parlamentos hasta esa última promesa de entendimiento se desvanecía. No había aprendido el guaraní a pesar de haberlo estudiarlo en la escuela, oído constantemente y por supuesto, hablado -casi en broma- durante tres años. Al llegar a Asunción había tomado la casi inconsciente resolución, de una fuerza y voluntad explicada sólo por mis siete años, de aferrarme a mi argentinidad: buena parte de mi imaginario se nutría de mis recuerdos, lecturas y fantaseos acerca de mi país natal. Era "el curepí" (expresión despectiva que los paraguayos aplican a los argentinos y que quiere decir "piel de chancho") a conciencia, por elección; muchas veces, mis infantiles énfasis patrióticos chocaban duramente contra la xenofobia de los paraguayos que, expoliados metódicamente por sus países vecinos, los odiaban a todos a excepción de una cierta envidiosa admiración por los brasileños causada sobre todo porque, justamente, ese pueblo los había sometido más que los otros, y continuaba haciéndolo todavía.
Lo que se podía entender en las notas cantarinas de las palabras pronunciadas en guaraní en la parada del colectivo era la cercanía de las zonas marginales. Mientras que otros sitios los extranjeros intentaban disimularse, se avergonzaban de sus actitudes consideradas payucas, en la cercanía de sus barrios la confianza se les manifestaba en el tono de voz, en las chanzas dichas en voz alta, en guaraní bien cerrado. Los dientes de oro relumbraban, los hermosos culos, prietos, de nalgas marcadas -mi ya mancillada inocencia estaba penetrada por la cuña de esos vértices rodeados de caderas-, se agitaban al voluptuoso ritmo que les era dictado desde el interior mismo de sus pantalones blancos ajustados.
El 86 del ramal correcto llegó al fin a la parada y de a poco la gente fue subiendo. A la abuela le cedieron el asiento. El trayecto atravesaba un paisaje variado compuesto por descampados neblinosos, con ralos bosquecillos salpicados de bolsas de plástico; puentes que cruzaban arroyos de vaporosas aguas de color; amenazadores monobloques enormes de muchos cuerpos, rodeados de espacios "verdes", en cuyas veredas la gente se veía -desde arriba del colectivo, debido al movimiento- sorprendida e inmovilizada en posturas sórdidas. Al mismo tiempo, mientras la abuela rumiaba alguno de sus achaques, adormilada en el asiento, yo, parado en el pasillo, reparé en que respiraba una vez más esos olores que la televisión no trasmitía, olor a gente y a podrido, a goma quemada; las neblinas de los arroyos que tenían olor a sopa mezclado con otros olores químicos que le daban un matiz repugnante, parecido al de la comida que la abuela le daba a las gallinas; esos olores, las miradas de los pasajeros, sus gestos, todo me indicaba que estaba pasando la frontera de otro mundo que estaba vedado para muchos, y mi condición de niño sumaba algo a un sentimiento que me iba inundando parecido a la responsabilidad, un compromiso con esa sorda sensación de trascendencia que siempre me provocaron los bordes. Mientras más descendíamos en la escala social, a medida que el 86 avanzaba, sentía que me acercaba a algo importante, que ciertas relaciones que aún no entendía, y que no funcionaban en el entender, que unían las arrugas y torceduras de la abuela, el viaje, el culto, la villa a la que estábamos llegando, llamada Tranquila, eran mucho más relevantes para mí que el miedo que sentía, que también, al avanzar, crecía dentro de mí, sin saber muy bien por qué.

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