domingo, 22 de abril de 2007

Las feligresas

Al bajar del colectivo nos internamos por el costado de una vía de trocha más angosta que la del tren que pasaba cerca de casa, y luego doblamos por una serie de pasillos angostos que formaban una intrincada red donde no se perdían sólo los baqueanos. Poco tiempo después llegamos a nuestro primer destino, la casa de mi tía Peti. La menor de las tres hermanas, ella era la responsable para la familia -mi madre diría: la culpable- de que los abuelos, católicos de nacimiento, se hubieran convertido al Culto Pentecostal. Una seguidilla de inconvenientes se relacionaban de inmediato con la tía Peti; para empezar se había casado con un hombre llamado Cuchu que jamás había sido aprobado por los abuelos. Flaco, alto, morocho, de cabellos largos y bigotes que sobrepasaban las comisuras de la boca, ya desde el noviazgo clandestino -como todo noviazgo en sus comienzos- había generado malestar en la familia. Mi madre, su hermana mayor, se veía obligada a cubrir sus escapadas amorosas que acabaron explicitándose con el inevitable embarazo, tan poco deseado como el obligado casamiento inmediato. Mientras iban naciendo sus tres hijos, Miguel Ángel, la Silvana y el Carlitos, el hombre había perdido el trabajo en la imprenta Estrada por robar resmas, se había dado mal a la bebida y había comenzado a golpear a su mujer. Después de la separación propiciada por la abuela y el abuelo la tía Peti había vivido con ellos hasta que conoció el culto del pastor Talavera y se hizo devota de él con tanta intensidad -como la que había exhibido luchado por su Cuchu, que luego la había defraudado tanto, en forma tan definitiva- que se mudó enseguida a la villa Tranquila, donde vivía en un complejo de casillas habitado exclusivamente por "hermanos" del culto. Al tiempo, las visitas de mi abuela a lo de la tía la fueron acercando de a poco al culto; el pastor Talavera también era paraguayo y muchos de la congregación también. Entramos a un patio pequeño, irregular, separado a la derecha por una empalizada de maderas carcomidas por la intemperie -de un color gris veteado de negro- de un vasto terreno anegado, una especie de corrompida laguna; a la izquierda estaban las piezas, pequeñas, de techos bajos, en cuyo interior la oscuridad dejaba adivinar que la totalidad del cuarto era una hacinada mezcla de lecho y armario. Allí, en ese alveolo dentro de la populosa villa, vivían varias familias de "hermanos", y la tía Peti junto con sus hijos ocupaba un par de pequeños cuartos. Las "hermanas" de la tía y de la abuela salieron a recibirnos. El culto tenía ciertas reglas sobre las que la madre hablaba a los demás y de las que yo me enteraba escuchando las conversaciones de los grandes; gracias a la necesidad de interesar a sus interlocutores, que suspendían la ingestión de, por ejemplo, una bola de fraile o un cañoncito, para oír el relato de la lista de prohibiciones del culto, engrosado con ejemplos por la madre, a esa altura ya casi desorbitada por su propia fabulación. Entre las reglas del apartado vestimenta estaba la obligación para las mujeres de usar pollera, nada de escote y nada de cortarse el cabello en forma seductora, de manera que las "hermanas" vestían largas polleras de colores oscuros; zapatos puntiagudos, negros, de cuero correoso y manchado; largas cabelleras oscuras recogidas porque el cabello suelto era equiparable dentro de su religión a la desnudez, y la desnudez a la lujuria. Nos saludaron con un "afecto afectado", era notorio que actuaban una altivez y pureza de sentimientos tan pretendidamente elevada, construida a partir de un humus tan elemental como lo eran sus lecturas literales de la biblia -era una de las características que la madre describía a sus allegados en la rueda del mate dulce, la literalidad de sus lecturas bíblicas, la necedad de regirse por leyes de más de dos mil años que los judíos habían dictado para condiciones muy específicas de esa época- y los delirios del pastor Talavera -que era el núcleo del cúmulo de reproches y restregados ensañamientos que la madre desplegaba contra el Culto- que todo ello trababa sus movimientos como si fueran malas actrices, entrampadas en una paranoica conciencia de cada movimiento. Saludaban diciendo lo usual:
-Qué tal, hermana María, gloria a Dios que ha llegado bien, cómo le ha ido, venga, siéntese.
Pero había una aspereza en las palabras que las desmerecía, las volvía parte de un mundo mucho más estructurado; parecía que todo en la vida, hasta lo cotidiano, estaba inscripto en una liturgia improvisada a partir de la consigna de parecer todo el tiempo uno de esos personajes que ilustraban la Biblia que me habían dado en el catecismo católico como libro de texto, esas estilizadas miniaturas de fondo blanco y con finas líneas, vestidas de toga, cuyos rostros estaban vacíos (pero al Cristo lo diferenciaban con unas líneas que radiaban de su cabeza: era fácil darse cuenta que la luz o el movimiento que el dibujante quería representar era un convencionalismo para indicar a Jesús de Judea, el personaje central siempre que aparecía, y no para que uno pensara que realmente la cabeza de Jesús emitía luz como un foco Osram, como decía la madre en las rondas de mate).

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